A 20 años de la caída del muro: Gorbachov, la CIA y Karol Wojtyla

El 9 de noviembre de 1989, el miembro del Politburó del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania), Günter Schabowski, regresaba de sus vacaciones y no estaba muy al tanto de los verdaderos acontecimientos en la República Democrática Alemana (RDA) y de la presión de Hungría y Checoslovaquia sobre Egon Krenz (*) y el SED, para que autorizaran los viajes de alemanes orientales a Occidente. Las embajadas y fronteras de dichos países (Hungría y Checoslovaquia) se hallaban colapsadas ante la masiva cantidad de ciudadanos de la RDA que intentaban utilizar esas naciones en su huída a Austria o a la República Federal Alemana. A Schabowski le fue encomendada la tarea de leer en una rueda de prensa, las nuevas regulaciones de la RDA en los viajes al exterior; el escueto documento era el borrador de una tibia y desesperada decisión del Politburó del SED destinada a aminorar las tensiones dentro de la sociedad de la Alemania del Este. Según lo narrado por Schabowski, ya no se necesitaría mayor documentación para viajar al extranjero. Ante la pregunta de un reportero italiano que le inquirió a partir de qué momento empezaría a regir tal medida, a Schabowski no le quedó más alternativa que afirmar: “Inmediatamente”. Sólo restaban horas para que el Muro de Berlín se viniese abajo.

Lo acaecido en Berlín hace 20 años era la consecuencia de los planteamientos reformistas de Mikhail Gorbachov, Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética y máximo representante de la mancomunidad multiétnica de la hoz y el martillo; las políticas del “glasnost” (transparencia) y la “perestroika” (reestructuración), impulsadas por el líder soviético, buscaban darle un giro radical al anquilosado “socialismo real”, el cual era heredero histórico de la Revolución de Octubre de 1917. Desde la década de 1940, el socialismo soviético había entrado en una fase de burocratización extrema en todas las esferas de la vida cotidiana y las desviaciones programáticas del estalinismo conllevaron al sectarismo, la imposición desde las cúpulas del Partido, la anulación del relevo generacional y la tergiversación de la democracia obrera. Con la muerte de Stalin, en 1953, las tendencias revisionistas se acentuaron y la lucha interna por el poder se agudizó, por lo cual la Unión Soviética cayó en un largo proceso de desgaste político, económico y social, que culminó, en 1991, con su traumática desintegración.

Berlín fue durante más de cuatro decenios el punto de enfrentamiento entre Oriente y Occidente, entre socialismo y capitalismo. Luego del triunfo sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial, tanto Alemania como su capital fueron divididas entre los dos vencedores más notables: Estados Unidos y la Unión Soviética. Berlín Oeste -al principio- era controlada por los Aliados occidentales “originales”, es decir, Estados Unidos, el Reino Unido y Francia; Berlín Este quedó en manos de la Unión Soviética, que había arribado una semana antes que su contraparte del “Día D” al corazón del entonces fenecido Tercer Reich. Al final, el lado oeste se fusionó y se subordinó al mando de los soldados estadounidenses. Más tarde vendría el bloqueo de los soviéticos al sector occidental y las crecientes desavenencias entre Washington y Moscú. El 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana (RDA) erigía el célebre muro para evitar la evasión de alemanes orientales hacia Berlín oeste y controlar el flujo de saboteadores y espías al territorio de la RDA, provenientes de la República Federal. Fueron 28 años y casi tres meses, hasta que el 9 de noviembre de 1989, caía la Cortina de Hierro y se derrumbaba una perspectiva muy particular de la teoría marxista.

El “socialismo real” implantado en la antigua Unión Soviética y los Estados obreros deformados de Europa del Este, devino en una caricatura ideológica de los postulados científicos marxista-leninistas, ya que hizo inoperante y corrupto el Estado revolucionario y lo convirtió en instrumento de los intereses individuales de las clases burócratas dominantes. En vez de que el poder obrero sustituyese a la burguesía nacional, en la mayoría de los contextos –y poco a poco- el funcionario “de escritorio” del Partido socialista o comunista, se enquistaba en una posición de nómina y desangraba al Estado con sus desviaciones pequeño-burguesas. La perpetuación de una nueva casta expoliadora creó una contradicción insoslayable entre el obrero y el funcionario plenipotenciario del Partido, de la nomenclatura retórica y acomodaticia. La hendidura ideológica y pragmática en los Estados obreros deformados, se profundizó y se agravó con el pasar de los años; en 1989 bastaba con dar un “empujoncito” a quienes se hallaban al borde de un acantilado inexorable. La restauración del capitalismo era sólo cuestión de tiempo.


KAROL WOJTYLA, LA CIA Y LA PROPAGANDA OCCIDENTAL


El plan de la CIA en Europa del Este siempre tuvo como eje central a Polonia. Debido al arraigo religioso de la tierra de Chopin y Curie, la central de inteligencia estadounidense apreciaba en Varsovia el eslabón más débil de los Estados obreros deformados del Este y una oportunidad, como pocas, para desestabilizar el campo socialista. Una de las primeras maniobras, en esta dirección, fue el asesinato de Albino Luciani, Juan Pablo I, en 1978, y la posterior elección de Karol Wojtyla, Juan Pablo II, como el más alto jerarca de la Iglesia Católica. Detrás de la muerte de Albino Luciani, Juan Pablo I, no cabe duda de que está la “mano peluda” de la CIA y sus lacayos, ya que la misma tuvo lugar en extrañas circunstancias y a sólo 33 días de la asunción de Su Santidad al trono de San Pedro. En ese corto período, Luciani había descubierto –para su decepción- la verdadera faz de El Vaticano: mafia, corrupción, lavado de dinero e inversiones multimillonarias en industrias tan reñidas con la doctrina de la Iglesia, como la de las pastillas anticonceptivas (¡!). Albino Luciani se propuso acabar con esa hipocresía eclesiástica y sus turbios negociados, y desde aquel momento se perfiló como un “casse-pieds” para la cúpula de la Santa Sede y sus secuaces del Imperio. Al matar a Luciani, el cónclave de los ladrones con sotana respiraba con “alivio” y la CIA avanzaba en su jugada maestra para socavar el dominio soviético en Europa del Este.

Karol Wojtyla, cardenal de Cracovia, Polonia, se instalaba como el sucesor de Albino Luciani en el Papado. Antítesis del progresista, humilde y genuino Juan Pablo I, Wojtyla era el elemento más conservador y retrógrado que lograba hacerse del poder en El Vaticano en pleno siglo XX. Su manifiesto y visceral antimarxismo lo catapultó como el “caballito de batalla” de la CIA en su cruzada contra el “fantasma comunista y ateo”. No tardó mucho Wojtyla en realizar el primer periplo a su nativa Polonia y comenzar la intromisión de la Santa Sede, un Estado como cualquier otro, en los asuntos internos de otra nación soberana. La utilización rastrera de la religión como arma política se concatenó con las “reivindicaciones” obreras de los astilleros de Gdansk, y así se configuró un perfecto cuadro de “insurrección civil” en Varsovia y sus alrededores. Europa del Este era una fila de piezas de dominó y Polonia debía ser la primera en desplomarse.

Evidentemente, la estrategia de la CIA se fundamentó en las fallas estructurales del “socialismo real” en los Estados obreros deformados del Este. En el caso de Polonia, el talón de Aquiles fue la fe religiosa. Después de la liberación soviética, al término de la Segunda Guerra Mundial, en Europa del Este se instauraron gobiernos socialistas que no venían de las bases y mucho menos respondían a los requerimientos de éstas; una relación de “verticalidad” antimarxista se consolidó y los Estados, a pesar de los innegables logros en educación, salud, cultura y deporte, se constituyeron en organismos de supervisión social y de represión excesiva. En Polonia, país con una vasta tradición católica, se persiguió de manera injustificada a quienes profesaban algún culto religioso y se pretendió eliminar el catolicismo de raíz. Lejos de fomentar la intolerancia, el marxismo promueve la integración y la hermandad entre los seres humanos. Una de las aberraciones del estalinismo fue haber optado por la vía contraproducente del anticlericalismo y haberlo desarrollado en un escenario totalmente opuesto a la dialéctica científica. La idea era convencer con la teoría revolucionaria, no imponer o prohibir. Lo último es un proceder mecanicista y metafísico, y al final conlleva al miedo. La dinámica yacía en sumar adeptos a la causa, no en restar. Entonces, habría que preguntarse, ¿se puede hablar de verdadero socialismo cuando las masas sienten temor a debatir, a opinar, a disentir? ¡Claro que no! Pues, lamentablemente, el “socialismo real” en los Estados obreros deformados limitó a una escala considerable la confrontación de las ideas y prescindió en demasía de la crítica y la autocrítica revolucionaria. Las restricciones a la libertad de tránsito, la expresión libérrima o la creación artística, pusieron en una encrucijada retórica a los Estados obreros deformados. Si bien se entienden las condiciones de hostigamiento psicológico, político y económico de la Guerra Fría y de la propaganda imperialista de Radio Free Europe/ Radio Liberty (**), entre variadas aristas, ello no puede convalidar actitudes fascistas y antimarxistas dentro de las sociedades de la antigua Europa del Este.

Karol Wojtyla y la CIA supieron horadar la monolítica estructura del Estado polaco, sus instituciones y organizaciones de masas, y allanaron el camino hacia las elecciones legislativas de 1989, en las que el “líder obrero” y peón de Washington, Lech Walesa, se alzó victorioso. Antes, la dupla “Wojtyla-CIA” ya había hecho tambalear a Wojciech Jaruzelski (***) y había provocado la Ley Marcial de 1981. La estocada final se consumó gracias al reformismo restaurador de Mikhail Gorbachov, en la extinta Unión Soviética.

En la cuna de Lenin, el estalinismo envejecía y hacía aguas en el naciente decenio de 1980: Leonid Ilich Brezhnev moría en 1982, a la edad de 75 años; Yuri Andropov, sucesor del anterior, expiraba a los 69 (1984); y Konstantin Chernenko pasaba a mejor vida a los 73 (1985). Todos fueron secretarios generales del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) en el preludio de la debacle y colocaron en el tapete una de las tragedias del “socialismo real”: la brecha generacional. Cuando no quedaba más nadie a quién designar como timón de la URSS, surgió Gorbachov, quien sólo contaba con 54 años para la época. Provenía él de esa generación que fue relegada y subestimada por el estalinismo y su andamiaje burocrático. Las invasiones a Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), junto con la guerra de Afganistán (1979), pusieron en tela de juicio la motivación altruista de Moscú y proyectaron a la URSS como una superpotencia tan imperialista como Estados Unidos, lo cual hizo un grave daño a la reputación soviética y a su legendaria actitud de no intervencionismo. Igualmente, el astronómico presupuesto en seguridad y defensa, aunado a la onerosa KGB (servicio secreto de la URSS) y la costosa conflagración en Kabul, precipitaron el colapso económico del Estado plurinacional engendrado por la gloriosa Revolución de Octubre.



Mikhail Gorbachov creyó que virar hacia la derecha sería la solución a la delicada coyuntura y no previó las desastrosas consecuencias de aplicar –en mínimas dosis- la “medicina” del capitalismo al Estado soviético.

Quizás por su inexperiencia o “relativa juventud”, Gorbachov no estuvo en capacidad de interpretar el momento histórico de la URSS y actuó como un “naïf” que acabó siendo víctima de la circunstancia; al ofrecer ciertas libertades burguesas –como comer en Mc Donald’s o ver MTV- a una sociedad que había sido por muchas décadas reprimida por las desviaciones programáticas del estalinismo, se topó con el “síndrome de la quinceañera”. Sí, la historia de la chica que era vigilada y sometida por su padre para que se portara bien, no dijera groserías, estudiara y sacara excelentes calificaciones en el colegio. El papá sólo amenazaba y ella obedecía: no iba a discotecas, ni a reventones, matinés o algo parecido, y siempre se acostaba a las nueve. De repente, un día, al cumplir la muchacha los 16, el progenitor le dijo: “Hija, aquí están las llaves del carro. Puedes irte con tus amigos a festejar y regresar a la hora que desees”. Jornadas más tarde, el automóvil y la adolescente seguían sin aparecer y el padre desconsolado se enteraba –por terceras personas- de que su “niña” había escapado con el noviecito y que estaba ¡embarazada! Lo mismo había ocurrido con los soviéticos en la “era Gorbachov”: la rapidez y complejidad de los acontecimientos, junto con la fragilidad ideológica, los hizo los “tontos útiles” de facciones contrarrevolucionarias y restauradoras dentro de la URSS. Asalariados de la CIA como Boris Yeltsin, supieron pescar en “río revuelto” y sacaron provecho del colapso de la patria de Modest Mussorgsky, Artem Mikoyan y Nodar Dumbadze. Al final, hasta Gorbachov se difuminó en el panorama, al tiempo que se atornillaba, en la Rusia capitalista de finales del siglo XX, la hegemonía de un Yeltsin pitiyanqui, traidor y beodo hasta el delirio.





EUROPA DEL ESTE Y LA RESTAURACIÓN DEL CAPITALISMO





Transcurrían un par de años desde la caída del Muro de Berlín y Karol Wotyla visitaba de nuevo su natal Polonia. En una misa al aire libre, Juan Pablo II, el primer Papa no italiano en más de 400 años, reprochaba a sus compatriotas el haber sido atrapados por el “capitalismo salvaje” y la euforia consumista. ¡Vaya caradurismo! Aquel que conspiró y aupó a favor de la restauración capitalista, y comprometió todo su empeño en destruir el “socialismo real” en Europa del Este, se molestaba porque los polacos fuesen “capitalistas salvajes” y “consumistas”. Seguramente, Karol Wotjyla desconocía la premisa dialéctica marxista que reza: “La negación del capitalismo es el socialismo y la negación del socialismo es el capitalismo”. Si los polacos “negaban” el socialismo, irremediablemente sucumbirían ante los pies del capitalismo. Lógico, ¿o no?



Lo cierto es que, después de cuatro lustros, la desaparición del “socialismo real” no ha traído más prosperidad a los ciudadanos de Europa del Este, ni mucho menos. El extraordinario avance que alcanzaron los Estados obreros deformados en áreas como la educación y la salud, ha sido reemplazado por la pobreza más abyecta, un desempleo galopante, altas tasas de inflación (más de 500% entre 1990 y 1995), la ausencia de un sistema de seguridad social universal y gratuito, y la irrupción de la euforia “privatizadora”. A principios de la década de 1990, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) se dieron festín otorgando préstamos multimillonarios y aplicando paquetes de “shock” en toda Europa Oriental, lo cual desató una catástrofe en el aparato productivo y económico comparable a la Gran Depresión de 1929. La “receta neoliberal” desplegada en Europa del Este por el Banco Mundial y el FMI, guardaba bastante similitud con la que seguíamos en América Latina, en los decenios de 1980, 1990 y bien entrado el nuevo milenio. De acuerdo con un informe de la UNICEF, de 2004, al menos 14 millones de niños se hallaban en estado de pobreza en Europa del Este y Asia Central (verbigracia, Armenia y Kiryistán, ex repúblicas soviéticas). Durante el “socialismo real” no había niños depauperados o en condición de calle, pero la restauración capitalista se encargó de “fabricarlos”.



En Praga, capital de la República Checa (antigua Checoslovaquia), y mejor conocida como “la París del Este”, era imposible avistar a un pordiosero en la época del “totalitarismo comunista”, sin embargo, el Ayuntamiento de Praga contabiliza en la actualidad unos 4.500 indigentes en la ciudad y más de 9 mil en toda la República Checa.



Hoy en día, millones de los que celebraron la caída del Muro de Berlín y anhelaban engullir un Big Mac en la Plaza Roja o en Sofía, ahora se arrepienten por haber pensado que la economía de mercado, eufemismo para clasificar asépticamente al capitalismo, solucionaría sus deficiencias cotidianas y les daría mayor bienestar social. Los engañaron como a “niños de pecho”. Común es escuchar a los padres y abuelos platicando a sus descendientes acerca de las bondades de “aquel sistema” y de cuánto lo añoran. Reconocen que, con todo y sus defectos, en el “socialismo real” había comida, vestimenta, salud y educación gratuitas, y una jubilación digna. Cosas elementales que el capitalismo es incapaz de brindar.





EL MURO DE BERLÍN Y LA HIPOCRESÍA MEDIÁTICA





A lo largo de su existencia, el Muro de Berlín fue objeto de una de las campañas propagandísticas más agresivas de la Historia. Satanizada y vilipendiada por Occidente, la Cortina de Hierro medía 155 kilómetros . En 1989, los medios de comunicación occidentales se regodeaban con su demolición y lanzaban la incoherente consigna del “Fin del comunismo”, dejando entrever su delirante ignorancia con respecto a las tesis marxistas.



A pesar de esa histérica aversión al Muro de Berlín, es curioso corroborar el silencio mediático con respecto a otros muros, que a pesar de ser más largos que el de Berlín, no ocupan muchos centímetros -o segundos de atención- de la falsa prensa capitalista y su doble rasero.



* El muro de Ceuta y Melilla: a mediados del decenio de 1990, el Estado español colocó 8.2 kilómetros de barreras y alambradas en Ceuta, y 12 en Melilla. Los lugares mencionados son enclaves coloniales de España en el Reino de Marruecos.



* El muro entre Estados Unidos y México: se comenzó su edificación en 1994 y ya va por más de 595 kilómetros . Se estima que llegue a los 800. La estructura metálica cubre un tercio de la frontera estadounidense con México.



* El muro de Río de Janeiro: el gobierno regional de Río de Janeiro ha iniciado la construcción de muros para aislar algunas zonas pobres (favelas), del resto de la ciudad. Están proyectados 11 kilómetros .



* El muro de Gaza: desde 2002 se emplaza este muro, cuya extensión se prolongará hasta los 730 kilómetros . Su costo se calcula en 2.8 millones de dólares el kilómetro. ¿Cuántas casas, hospitales o escuelas no se harían en Israel o Palestina con ese dinero?



* El muro de Belfast: a pesar de ser uno de los más antiguos, ya que data de la década de 1970, no goza de exposición en los medios de comunicación. Se halla en Belfast, capital del Ulster (Irlanda del Norte) y otras localidades de esa nación. Divide a protestantes y católicos.



* El muro del Sahara Occidental: es una barrera levantada por Marruecos para cercar el Sahara Occidental, la República Árabe de Saharaui, y su extensión es de 2.720 kilómetros . Mide 2.5 metros de alto y está colmado de alambradas y campos minados.



Lo anterior es sólo una leve muestra de los más de siete mil kilómetros de muros y pasos infranqueables, existentes en todo el orbe. Sin embargo, la radio, la televisión y la prensa escrita capitalistas, nunca hacen denuncia de ellos y los escamotean ante los ojos de la opinión pública internacional. Por lo visto, lo que SÍ “vendía” era hablar mal del muro de los “comunistas”, porque cuando se trata de los muros “capitalistas”, se sigue al pie de la letra la conseja popular: “Los trapos sucios se lavan en casa”.





ESTALINISMO FALLECIDO Y CAPITALISMO MORIBUNDO: EL VERDADERO SOCIALISMO ES EL CAMINO





El 9 de noviembre de 1989 no debe ser considerado como el fracaso del materialismo dialéctico y el marxismo. Para nada. Lo que se precipitaba a pedazos –aquella noche de otoño- en el suelo del “Checkpoint Charlie”, eran los escombros del estalinismo y su burocracia asfixiante; el Estado policial de la Stasi y la KGB, languidecía ante la ofensiva de la derecha internacional y sus “quinta columna”, como Boris Yeltsin. Así como reconocemos el espectacular empuje que experimentó la URSS bajo la dirección de Josef Stalin, lo cual hizo que el “Fénix Rojo” dejara de ser un país rural y plagado de analfabetas, y se transformara en la segunda superpotencia del planeta en menos de 50 años, igualmente hay que encarar los excesos, las purgas y las tergiversaciones teóricas del estalinismo con respecto al marxismo. Al cabo de algunos años, hemos identificado algunos aspectos negativos del “socialismo real” que coadyuvaron a su estruendosa implosión.



· El Estado revolucionario devino en una especie de Gran Hermano que todo lo fiscalizaba, todo lo prohibía y todo lo tachaba de “perversión occidental”. La contienda con los enemigos externos, el imperialismo y el capitalismo, se trasladó de manera errónea a la escala nacional y se veía a cada obrero, profesional, intelectual o ama de casa, como un potencial espía o desertor. Tal conducta quebraba la confianza de las masas en el Estado proletario y las hacía más propensas a la propaganda insidiosa de la derecha.



· En las fábricas y las instituciones del Estado revolucionario, se produjo el fenómeno del “aburguesamiento” de los cuadros dirigentes, al perder éstos el contacto con su realidad laboral y social. La burocratización del obrero en un puesto administrativo, lo inducía a abandonar su lugar de trabajo y a distanciarse de su contacto tangible con la producción, con lo cual también desaparecía la interacción con las impresiones y recomendaciones de sus compañeros de trabajo. En el verdadero socialismo, las posiciones de coordinación no deben exceder un período de uno o dos años. Mientras el obrero las ejerza, éste deberá compaginarlas –las labores administrativas o burocráticas- con su trabajo en la fábrica.



· La burocratización de las empresas y las industrias en el Estado obrero, condujo a la progresiva desmovilización de las fuerzas productivas y a la dispersión del ánimo colectivo. Día a día, la ineficiencia se hizo más patente y la capacidad de producción mermó hasta niveles insospechados, en los cuales era una quimera –incluso- el satisfacer las demandas internas de bienes y servicios básicos. Socialismo sin eficiencia es una entelequia.



· El Partido-Estado fue mutando desde su concepción fabril, campesina, clasista y combativa, hasta una entidad corroída por individuos vestidos de “frac”, con olor a colonia francesa, con poca formación teórica y revolucionaria, y aletargados detrás de un buró sólo para cumplir un horario y ganar prebendas a costa del Estado proletario. La gesta de Octubre, a la luz de la degradación pragmática del estalinismo, abría las puertas a una novel clase social, luego de haber liquidado a la monarquía y a la burguesía: la élite del funcionario todopoderoso del Partido-Estado. A pesar de que en el socialismo genuino, el miembro de jerarquía del Partido-Estado y el obrero anónimo de la siderúrgica tienen el mismo status y su relación es HORIZONTAL, en el estalinismo la conexión –en la praxis- era verticalísima y a favor del primero.



· La brecha generacional gestada en el marco del “socialismo real”, fue lo que determinó su hecatombe. El arrinconamiento cada vez más notorio de las nuevas generaciones y las “caras frescas”, dentro de las instancias clave del Partido-Estado y los diferentes ámbitos de la sociedad, incentivó los recelos, los sentimientos encontrados y la rebeldía de quienes se sentían ignorados por un sistema alejado de sus expectativas. Tarde o temprano, esa camada de renegados iba a dar un zarpazo a toda la estructura e iba a reclamar sus derechos. Las revoluciones deben ir de los padres a los hijos y de los hijos a los nietos; en lo opuesto, ellas están condenadas a perder la brújula y a extraviarse en el sendero suicida de la desmemoria, el revisionismo y la restauración.



Las lecciones del estalinismo fallecido deben ayudarnos a no reeditar el libreto del “socialismo real” y a edificar –en el presente y el porvenir- revoluciones más humanas, más autocríticas y más creadoras. La desaparición del Muro de Berlín significó el renacimiento del fascismo y los nacionalismos xenófobos en Europa del Este; emergería el Nuevo Orden Mundial imperialista, el vocablo de la “globalización” se regaría como la pólvora y la “luna de miel” yacería trunca en Seattle. El capitalismo, que ya venía en picada en los estertores del decenio de 1980, tuvo un segundo aire con la apertura de los mercados en Europa Oriental. Millones de inéditos clientes, ávidos de bienes y servicios, abultarían las cuentas bancarias de los capitalistas especuladores y salvarían al orbe de una debacle certera. Los préstamos del Banco Mundial y el FMI, a las naciones del extinto bloque socialista, aumentaron la liquidez de los mercados y generaron muy apetecibles utilidades. Sólo que el capitalismo es voraz e insaciable, y por tal motivo recurrió, luego de sacarle el néctar a Europa del Este, a los TLC (Tratados de Libre Comercio) para compensar sus crisis periódicas de sobreproducción y tapar las contradicciones intrínsecas.



Tras el revés del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) en 2005 y la explosión de la burbuja financiera en 2007, el capitalismo se ha adentrado en una etapa agónica que lo conducirá al hoyo adonde fue a parar el estalinismo hace 20 años. Una incipiente hostilidad bélica se maquina detrás de las tramoyas hollywoodenses y la nuez de la mascarada es “oxigenar” al moribundo. El socialismo debe estar en pie de lucha y conquistar una victoria que sería la redención de la Humanidad. From the Berlin Wall to Wall Street: un “fantasma” recorre otra vez el planeta.




(*) Egon Krenz fue el reemplazo de Erick Honecker, pretérito “hombre fuerte” de la República Democrática Alemana, a partir del 18 de octubre de 1989. Desde la década de 1970, Honecker fue la cabeza de la RDA y del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania). En 1989, Honecker contaba con 77 años y Krenz con 52.



(**) Radio Free Europe/ Radio Liberty fue un organismo de propaganda antimarxista financiado por el Departamento de Estado y la CIA, para soliviantar a la población de los Estados obreros deformados de Europa del Este. La primera en inaugurarse fue Radio Free Europe, en 1950, con programas dirigidos a Checoslovaquia; después le seguiría Radio Liberty en marzo de 1953. Las emisiones eran por onda corta y onda media; ambas estaciones se fusionaron en 1976. Durante la Guerra Fría, las dos eran interferidas por avasallantes transmisores de “jamming” localizados en algunas regiones de la Unión Soviética. Todavía hoy, Radio Free Europe/ Radio Liberty continúa con su labor de subvertir el orden público en las ex repúblicas soviéticas que aún no se rinden ante el capitalismo.



(***)Wojciech Jaruzelski fue Primer Ministro de Polonia –desde febrero de 1981- y primer secretario del Partido Obrero Unificado Polaco hasta 1989. Había sido Ministro de Defensa desde abril de 1968. Decretó la Ley Marcial –en 1981- para contrarrestar la conmoción interna ocasionada por Lech Walesa –tarifado de la CIA- y el sindicato pitiyanqui de Solidaridad. Jaruzelski tenía 66 años en 1989.

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Adán González Liendo

Traductor, corrector de estilo y locutor

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