Las horas silenciosas

En la habitación había un silencio perturbador. No nos atrevíamos ni a respirar, en ese momento éramos piedras. En la calle sonaban fuertemente los disparos de FAL, los cuerpos caían, uno a uno. Se oía un Bum y un cuerpo caía, como gotas de lluvia granizada. En esas horas silenciosas, intentaba dormir esa noche, después de una larga jornada que se inició el día anterior, cuando salí del Banco como a las cinco de la tarde y, tome un taxi para dirigirme a casa. Vivía en una pensión de estudiantes universitarios en la calle 8 del Valle, el aire estaba denso, cortante, se respiraba desde la mañana una atmosfera de presagio funesto. No entendía muy bien que pasaba, solo miraba la lasitud de aquella tarde desde la ventanilla del automóvil. De pronto iba dejando tras de mi olas de gente exaltadas que desde temprano agitaban banderas sobre vientos de guerra que soplaban inclementes sobre la ciudad y yo, sin pretenderlo me dirigía a su epicentro sintiendo ese escozor que produce el ser protagonista accidental de eventos inciertos que hasta ese momento no se entendían en toda su magnitud.

Así llegue al Valle, desdibujada, desconociendo que en ese momento, el pueblo anónimo había puesto en marcha su eterno mecanismo de supervivencia, la única manera posible de expresarse y dejar de ser un ente invisible para los gobernantes, quiénes días atrás habían decretado su aniquilamiento. Se escribían las páginas de la mayor rebelión popular de la historia contemporánea de Venezuela y yo, estaba perdida tratando de explicarme y entenderme. Un poco agitada espere al compañero, prepare la cena, pretendiendo con la rutina romper el hilo de los acontecimientos, lejos de todo, de la verdad y de la mentira. Que ilusa, como si se pudiera solo con querer aislarse de una realidad como esa…

Al día siguiente, decidí salir, un muchacho que corría cerro arriba me tiró un cartón de cigarrillos, por si acaso, me dijo. Divise al amigo, que volvía con noticias de la universidad y juntos nos adentramos en la vorágine del saqueo. Subíamos hasta la habitación las cajas de comida del abasto abierto para nosotros por un oficial del ejército y volvíamos a bajar por más. De aquellas horas de saqueo me quedó una herida abierta en una pierna y el aterrador silencio de la noche.

Me acuerdo haber buscado en la oscuridad lápiz y papel, trazando en mi mente hechos y sensaciones, las escenas vividas se repetían una y otra vez, tratando de capturar la satisfacción, la camaradería, la complicidad nacida con ese desconocido con el cual compartimos y organizamos los productos según las necesidades de cada quién, intentando saborear cada palabra a escribir como un dulce néctar bebido en nombre de la historia, pero en realidad escribí un poema del terror que el silbido de las balas produjo en mi. Asustada por la locura colectiva me acordé que un estudiante de sociología que residía en aquella vieja casona le llevo a la casera una lavadora nueva, no había donde esconderla.

Yo, como mi compañero, y como tantos otros, que horas antes parecíamos chiquillos con una caricatura de botín que nos hacía sentir vivos, ocultábamos junto con nuestro miedo, debajo de la cama o en el fondo de la casa, nuestros más preciados trofeos…

Disipadas las sombras de la noche, el horror se mostró en toda su dimensión, las garantías suspendidas, la represión nocturna y la rafia en los cerros del Valle buscando los saqueadores y sus botines habían sido implacables; el pueblo había desafiado al opresor solo con su empeño por alcanzar una pieza de carne o un televisor. Creyendo haberle ganado la batalla al aniquilador, pero, en realidad cada quién acumulaba cosas sobre los estertores de los muertos, cuerpos enteros desaparecidos, sueños perdidos se extendían desarticulados entre los cuerpos mutilados, rotos.

Todos nos mirábamos sin reconocernos, deambulando como fantasmas en rebeldía intentamos llegar al centro de la ciudad, fue imposible. Al regresar nos advirtieron que iban a allanar la residencia. Decidimos huir apresuradamente, cargando con lo indispensable, salimos por las veredas del cerro y logramos alcanzar la Panamericana, de allí a los Teques y luego a Cagua, donde nos escondimos por una semana. En el Banco nadie preguntó por mi, todo aparentemente, continuaba su curso, menos el alma de ese pueblo anónimo que dejo de habitar en la nada y cubrió sus agujeros con el hedor de sus muertos para no olvidarlos jamás. El Poema surgido de esas horas silenciosas en la vieja casona de la calle 8 del Valle desapareció como tantos otros en una fosa común. Sin embargo llevo dentro de mi el recuerdo imperecedero de la solidaridad de todos y cada uno de los valientes seres que con su rebeldía transformaron para siempre la historia democrática de este país. Prohibido olvidar.


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Rusalki Alvarado P.


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