El pasado en el presente

El trabajo

El trabajo debe servir para satisfacer las necesidades de los seres humanos y no para enriquecer a unos pocos insaciables y crueles explotadores.

“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y que domine sobre la tierra” (1:26), según esta cita del Génesis, el trabajo tiene por móvil profundo la necesidad constante del ser humano de dominar el mundo circundante para extraer del mismo su subsistencia. Todo el progreso de la civilización ha surgido de este objetivo: señorear sobre la naturaleza para satisfacer las necesidades de la especie. Si esta finalidad elemental del trabajo debe ser resaltada, no por esto debemos dejar de estar conscientes del hecho que el trabajo no solamente es alegría, sino pena y dolor para los homínidos. En las páginas que siguen al relato de la Creación, nos dice la Biblia que el orden perfecto deseado por Dios fue trastocado por la rebelión humana: de ello resultó una maldición contra el hombre: “La tierra será maldita por tu causa; con trabajo (esfuerzo) comerás tu pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado”. (Gen 3:17). Todo el peso de esta maldición se hace sentir en la frase que pronuncia el padre Noé (nombre hebreo que significa “reposo”): “Él nos consolará de nuestros quebrantos y del trabajo de nuestras manos por la tierra que maldijo Yahvé” (Gen 5:29). En este versículo queda expresado todo el sufrimiento y la pena de la especie de animales pensantes, obligado a un trabajo que la sentencia de la Divinidad ha convertido en duro e ingrato. Sin embargo, hay otros textos de la Biblia que insisten en el beneficio, en el valor positivo y la dignidad del trabajo: “Yahvé, tu Dios, te ha beneficiado en todo el trabajo de tus manos” (Deum: 2:7). Los israelitas cuando pasaban cerca de los segadores de trigo los saludaban con una alegre exclamación: “Os bendecimos en el nombre de “Jehová” (Sal: 129:8). La felicidad o la pena del trabajo se han vinculado siempre, a lo largo de la historia, a la clase social a la cual se pertenece, por ejemplo los señores esclavistas despreciaban el trabajo manual, claro, porque tenían quienes lo hicieran por ellos.

El filósofo griego Aristóteles decía como expresión del pensamiento de la clase a la cual pertenecía que: “desde su nacimiento, los seres son destinados por la Naturaleza unos a mandar, otros a obedecer y trabajar”, y esta era la justificación ideológica de estos señores para poder vivir de sus esclavos y tener tiempo libre para el ocio, los banquetes, la pederastia y la filosofía. Para los esclavos el trabajo era penoso y cruel; para los esclavistas, el no trabajar era la felicidad máxima. Celso, según un tratado de Orígenes en nombre de la sabiduría griega, se burlaba de la teología cristiana que hacía de su Dios un obrero; se mofaba de Jesús que pasó gran parte de su vida trabajando como carpintero. La Iglesia de los primeros tiempos supo responder con certeza a los prejuicios de los aristócratas de la época. Decía Crisóstomo a los cristianos de Antioquia: “No nos sonrojemos de los oficios y no creamos que son motivo de vergüenza las ocupaciones manuales; sólo la hay en la inactividad y la ociosidad. Si trabajar hubiese sido vergonzoso, San Pablo no lo hubiese hecho y no hubiese dicho que los que no trabajan y viven del trabajo de los demás son indignos de comer”. En cuanto a la concepción cristiana del trabajo, hay que rechazar la noción medieval que todavía llega hasta nuestros días del trabajo como expiación de pecados, y de la miseria castigo. Pensamos que la verdadera noción cristiana del trabajo está en ver a éste como un don de Dios: son los explotadores quienes lo hacen penoso y un castigo a sus semejantes.

Una de las visiones más diabólicas que ha ensalzado “las alegrías” del trabajo en el siglo pasado la podemos encontrar en la puerta principal de Auschwitz, en la cual todavía hoy se puede leer una divisa en letras de hierro: “Arbeit macht frei”, “el trabajo te hace libre” ¡Qué cinismo más vergonzante el de los nazis! Esta fue la divisa del campo de concentración donde fueron asesinados en cámara de gases o simplemente muertos por flagelación, mutilación y hambre, con la más fría crueldad, alrededor de tres millones de seres humanos. Este sitio era un antro de trabajos forzados, de torturas y exterminios. Es casi imposible creer que en aquel lugar tan ordenado, donde había divisas en todas las puertas de cada barraca que ensalzaban la felicidad de trabajar con disciplina, seriedad, dedicación y amor a la laboriosidad, se cometieron crímenes tan horrendos en contra del género humano. Pero lo más terrible de todo esto, fue que los altos jerarcas de la Iglesia Católica, entre ellos el Papa Pío XII sabían lo que pasaba en los campos de concentración y callaron el exterminio, aún más no fue para nadie un secreto sus simpatías por el pretorianismo criminal de los hitlerianos. En nuestra época contemporánea, para las inmensas masas de obreros y campesinos del Tercer Mundo, el trabajo es penoso y no produce ninguna alegría. El esquema de la política económica del neoliberalismo ha sumergido a nuestras naciones en profundas crisis sin fondo ni fin. La apropiación de nuestras empresas básicas y estratégicas a través del mecanismo de la privatización por parte de las grandes corporaciones anónimas, de los carteles internacionales, siguiendo las políticas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, solo han traído hambre, desempleo, pobreza crítica, explotación a gran escala, miseria y amenaza de la pérdida de la soberanía nacional a los países del Sur.

La humanidad entera se encuentra amenazada, como no lo estuvo nunca, por el poder de unos amos absolutos, invisibles, anónimos, sin freno y sin contrapeso: los señores del gran capital monopolista, dueños de los grandes bancos. Se trata de saber a quién pertenece el trabajo de todos los humanos. ¿A los trabajadores o a esos aristócratas de la iniciativa privada y el gran capital internacional? El origen de las riquezas, lo que hace al burgués rico está en que los dueños de los medios de producción como las fábricas, las máquinas, las materias primas, entre otros, le compran a los obreros su fuerza de trabajo como una mercancía más; pero por la venta de ella no le retribuyen a los trabajadores su justo valor. Los proletarios trabajan ocho horas diarias y sólo se les paga tres, se les roba cinco. Este latrocinio que ejecutan los propietarios se llama plusvalía (la expropiación o robo de un trabajo efectuado), lo justo es que si laboran ocho horas se les pague ocho. Ahora bien, estas cinco horas no pagadas quedan integradas a la mercancía (valor agregado), que manufacturan los trabajadores. Los patronos, al vender las mercancías en el mercado recuperan la plusvalía y a través del valor de cambio la acumulan como dinero, y una parte de ese dinero engrosa sus fortunas, y la otra, la utilizan los explotadores en comprar medios e instrumentos de producción. Recordemos que: “Todo el capital, todas las riquezas de la humanidad es trabajo acumulado; lo crearon las generaciones que han trabajado y son sus dueños legítimos las generaciones que trabajarán. Los que detentan algo de ese capital común para convertirlo en instrumento de ocio o vivir mejor que las mayorías obreras son enemigos de la humanidad”. Los seres humanos seremos felices cuando la plusvalía retorne íntegramente a sus verdaderos dueños: la clase trabajadora. Cuando esto suceda, podremos decir que vivimos en una sociedad socialista. Este fue uno de los grandes aportes que un filósofo economista alemán: Carlos Marx, judío como Cristo le hace al siglo XIX.

jesusfreites11@hotmail.com


Esta nota ha sido leída aproximadamente 2218 veces.



Jesús Muñoz Freites

Filósofo. Docente. Cronista Oficial del Municipio Los Taques en el estado Falcón

 jesusfreites11@hotmail.com      @camaradatroski

Visite el perfil de Jesús Muñoz Freites para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes: