La desconfianza y la guerra de las vacunas

Empecemos afirmando que la confianza, como el amor, no se exige. Se siente o no se siente. Una persona confía en otra persona o una población confía en su gobierno. O no se fían. No hay término medio. Para asegurarse, las partes que entran en una relación que requiere mutua confianza suelen darse un tiempo. Pero hay relaciones, como la del trabajador y el empresario y la que hay entre gobernados y gobernantes, aunque se den un plazo, en las que hay demasiada asimetría en la posición de una y otra parte. Pues al no ser natural ni optativa la confianza que pueda residir en el ánimo de la parte débil -empleado y gobernado-, puede decirse que tanto para el uno como para el otro esa clase de confianza es forzada o coactiva. Ni el empleado ni la población tienen alternativas. Confíen o no en su patrón o en el gobierno, no tienen otra opción que someterse. Es cierto que el trabajador puede renunciar al tajo y la ciudadanía desconfiada puede cambiar el voto años después. Pero, a efectos de la clase de confianza de la que hablo, eso es irrelevante.

En todo caso, quienes gobiernan en democracia precisan de la confianza de cuantos más electores mejor. Cuanto mayor nivel de confianza concentrada en la población, más fácil será la gobernanza. Sin embargo, en España, liquidada la dictadura y ya en democracia, la mayor parte de la población, muy por encima de la cifra de sus electores, nunca ha confiado en el gobierno de turno. Quizá satisfecha de haberse librado de la pesadilla del franquismo, no le ha importado a lo largo de los 45 años siguientes hasta ayer, sistemáticos incumplimientos de propósitos o promesas, mentiras, engaños, expolios, trapisondas, maniobras y maquinaciones tramposas incluidas las de una Constitución y de una Transición tramposas. Y por eso mismo, le ha resultado indiferente, primero el ocultamiento de hechos y actos nefandos de la realeza, la descarada tendenciosidad de la justicia, el desvalijamiento de las arcas públicas, la privatización de bienes básicos, como la energía, y luego hasta la del aire que respiramos, ni los recortes presupuestarios para la educación, la sanidad, la cultura y el arte… La población, mayoritariamente, la electoral al menos, ha seguido votando a malhechores. Hechos y actos, por cierto, ocultados durante décadas por la prensa y demás medios de información; el llamado cuarto poder, que en España es el primero. La prueba de que esto es así es que, pasados los años, los periodistas a veces reconocen sin pudor en entrevistas o charlas, que hubo un tiempo en que ellos no podían hablar de conductas graves o cuanto menos sospechosas que ya conocían, relacionadas con la realeza y con miembros relevantes de los dos partidos políticos que se han alternado en la gobernación. Conductas que años más tarde han terminado saliendo a la luz. Pero tampoco el periodismo, en el papel que le corresponde, pide perdón a la ciudadanía por la vileza de haber callado o por haber dicho verdades a medias -la peor de las mentiras-, o por no haber denunciado en sus medios lo que por su sacrosanto "deber de informar" y la ética periodística hubieran debido denunciar. Y en cuanto a la justicia, a lo largo del mismo tiempo, una vez que "oficialmente" ha conocido esos hechos más por denuncias de terceros que de oficio por investigación del ministerio fiscal, la población ha ido comprobando, por un lado su benevolencia al juzgar a miembros del partido heredero del franquismo, y por otro lado su justiciera manera de responder a hechos y actos banales de artistas, de gente común, de miembros de otros partidos, de otros políticos y de la población catalana. De modo que si los medios callan (el principal instrumento de la denuncia pública) y la justicia (el único recurso que tiene la democracia para reparar los daños causados por los miembros de los demás poderes) es tendenciosa, difícilmente puede avanzar en calidad democrática un país. A esto se refiere Einstein cuando dice que los males del mundo no lo son tanto por los perversos como por quienes les consienten…

Pues bien, sabido todo lo que se sabe ya, no hay cambios significativos en la actitud de la población. Al contrario, el avance de la involución se palpa. Así es que si la desconfianza generalizada del grueso de la población española hacia sus sucesivos gobiernos ya venía siendo notable y merecida, las circunstancias extraordinarias de salud pública que atraviesa ahora el mundo y España, la agravan aún más (si bien en rigor no puede decirse que la población mayoritariamente haya perdido confianza en los gobernantes, es que a lo largo de un siglo, bien en la dictadura por serlo bien en una democracia simulada asimismo por serlo, y aunque parte de ella entregue con su voto el poder a políticos indignos, nunca ha confiado). Pero es que esa rotunda falta de homogeneidad en la población española, a diferencia, por ejemplo, de la que hay en la francesa, aparte las divergencias históricas, la guerra civil y el predominio de una clase social sobre otra, está cada vez más acentuada por la friolera de nueve Planes de enseñanza a lo largo de casi medio siglo.

Y por si fueran pocas o insuficientes todas esas causas de disgregación, y de paso las de desconfianza general, irrumpen el pasado marzo dos motivos que agravan todavía más el disenso y la desconfianza. Uno es la desconfianza que genera una ya creciente y manifiesta descomposición política. El otro es la no por silenciosa menos patente sospecha acerca del origen no natural del virus que nos enferma, y asociado a ella, la sospecha sobre la gavilla de intenciones que pueda haber detrás de la declaración de pandemia de la OMS. No os rasguéis las vestiduras: nadie parece saber a ciencia cierta de dónde y de qué manera ha irrumpido en la vida sobre la tierra este virus sin fin. El hecho de haber despachado ambas preguntas el poder oficial español y de todas partes con el laconismo o la habitual simplicidad ante lo inesperado, ante lo que se desconfía o no se comprende, ante lo que presuntamente proviene de la maquinación de poderosos en la sombra o ante la fatalidad, hace aún más honda la desconfianza en los gobiernos y en otro poder ahora muy ligado estrechamente a ellos: el médico, el virólogo y el farmacéutico que les asesora, que no se cuestionan ni el origen del virus ni su índole natural o artificial, ni otra cosa que no sea preservar únicamente, hoy y ahora, la salud pública en la dirección que presuntamente marca la plaga.

Pero todos sabemos qué es el solapamiento y cuántas veces recurre a él el poder. Y todos sabemos también que la mentira se distingue de la verdad porque la mentira siempre es simple, mientras que la verdad suele ser compleja; y muy compleja, cuando una sociedad o el mundo se interrogan sobre la autoría de una infamia o la causa de una tribulación inesperada. Y en cuanto a la desconfianza hacia esos dos últimos poderes citados, lo que sí sabemos es que los científicos de la medicina (no los médicos que velan por la salud integral), sino los médicos de distintas especialidades (ahora los epidemiólogos y demás especialistas en virología) no sólo salvan vidas. También sabemos que nunca han faltado en el oficio y el gremio individuos temerarios que, por su cuenta o en equipo, llevaron demasiado lejos su "ciencia" con experimentos que causaron mucho daño y el establishment siempre ha tratado de ocultarlo; y en cambio el propio poder médico ha perseguido a quienes individualmente habían conseguido un remedio verdaderamente eficaz para una determinada enfermedad. La historia de la Medicina está repleta de aquella clase de investigadores que "en favor de la ciencia" y siempre en un más que dudoso "bien de la humanidad", traspasaron los límites de la ética, de su deontología médica, de la ley, la natural o también la positiva, e incluso elementales principios del humanismo…



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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