FELIPA a SECAS

Microbiografía de una trabajadora mantuana y provinciana

¡Felipa, ven!, ¡Felipa, ve!, ¡Felipa, esto!, ¡Felipa, lo otro!, ¡hola, Felipa... Estamos hablando de la responsable y experta ayudanta doméstica de quien tuvimos la suerte de disfrutar de sus excelentes servicios, ya para entonces cargada de muchas décadas, luego de que fue entregada a una patrona que le brindó alojo.

Sin mandarla, asumió la responsabilidad de lavarle la ropita interior a mi hijo, por ejemplo. Jamás pudimos llamarla por, ni conocerle apellido alguno, y conste que ¡cómo está saturada de apellidos y apellidotes esta mantuanísima y retrógrada Valencia!

Vinimos a conocerla cuando nos tocó vivir en la rancia parroquia El Socorro[1], de esta cuna de traidores y corruptos de vieja data, la de Valencia del estado Carabobo. Dijo llamarse Felipa y así quedó al punto de que no pudo cobrar su pensión de vejez que tan generosamente el Presidente Chávez acordó para estas nobles trabajadoras, marginadas, excluidas, vejadas, subpagados, humilladas, y finalmente abandonadas, como arrojadas al primer asilo que tuviere a bien acogerlas[2].

A un miembro que así funge, de la Junta Comunal local, le sugerí que reclamara su pensión como adulta mayor; me dijo que no podía diligenciársela porque ella carecía de cédula de identidad, y punto: No volví a molestar a esos neoburócratas de las comunas de una Valencia atada a gobernantes que se convirtieron en férreos continuadores de la 4ta. República.  

Para cuando la conocimos-años ochentas-me reservó el día jueves de cada semana, y cuando me tocó pagarle y le mejoré su paga, me dijo que no podía aceptármelo por ese nuevo monto porque a ella le pagaban menos las familias de origen mantuanoprovinciano de la misma parroquia pastoreña. Al final, mi esposa la convenció de que era una paga más justa que la que venía recibiendo de sus respetadas y antañonas damas.

Igual fue su reacción   cuando le di su primer aguinaldo, al punto de que se negaba a recibirlo porque yo ya le había pagado su sueldo. Tampoco quería recibir las hallacas que le ofrecía. Toda una cultura laboral inyectada por quienes la explotaron desde la misma y suya niñez.

Las bolsas de la basura le insumían mucho tiempo: hasta que paciente y eficazmente no lograba apelotonar todos los desperdicios y basura en general en una sola bolsa, no estaba conforme con ella misma. Así de tacaños fueron sus patronos.

Mantuvo sus días de sus años de ancianidad prematura al servicio diario de familias más ricas en ínfulas burguesoides que de dinero. Ya con más lustros a cuestas, sus piernas y los detergentes le impidieron seguir operando. Como dejé de verla varios días y semanas, pregunté por su vida; me dijeron que la habían sumergido en una ancianato de “pobres”. Desde entonces, como nunca antes, me he sentido tan impotente, y he comprendido mejor la importancia de tener   poder para ir corrigiendo tantos y variopintos entuertos legados por una Colonia que hasta hoy se niega a reconocer los cambios que da la vida.


[1] También yo, mi familia, salimos de otra parroquia vecina y fuimos arrojados de la casa que me vio crecer por causa de una desagradable querella familiar- hoy, felizmente  superada-de esas que  tanto caracterizan a las familias formadas en esta abominable sociedad burguesa.

[2] Es posible que la gerencia del asilo que la alberga haya hecho las diligencias pertinentes a fin de que su estadía allí no les represente una carga, habida cuenta de que estas pensiones son precisamente para que , por lo menos, nuestros “huérfanos” ancianitos disfruten de una sopa caliente y de una cama limpia donde reposar al final de tantas décadas de duro trabajo mal pagado.



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Manuel C. Martínez


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