El dolor de Caín

La primera reacción ante esos videos y audios es de incredulidad, asombro, formas de la negación. Sentimos indignación y, por varios segundos, rabia. Una pulsión asesina. Pero todo eso pasa. Lo realmente agobiante es la profunda tristeza correspondiente al luto por el sueño de la hermandad latinoamericana, bolivariana, que es herida en las dos piernas de un joven por parte de unas espadas que empuñan otros jóvenes tan parecidos, tan iguales, demasiado iguales; esa hermandad latinoamericana que es perseguida, humillada, pateada, golpeada por una turba que entona un coro inverosímil de odio por unas calles familiares, demasiado familiares, por parte de gente, hombres y mujeres, también demasiado parecidos a los que vemos a diario, aquí, en cualquier barrio o pueblo de estas tierras.

Me revuelvo contra esta vergüenza ¿Por qué he de sentir vergüenza? Son ellos, fueron ellos, no yo, nosotros no, los que odiaron, persiguieron, golpearon, humillaron, lanzaron ese colchón y esa lavadora por el balcón, los que amenazaron con quemar el taller al mecánico que habla con un acento tan caribeño, tan venezolano, los que amenazaron con la muerte al taxista venezolano en Quito. Los que expulsaron con el placer cobarde de la turba. No tengo por qué sentir vergüenza. Debiera sentir rabia hacia ellos, las bestias humanas, los xenófobos. Debo sentir, y efectivamente siento por un momento, la urgencia de la venganza. Incluso, debiera sentir el llamado de ese mensaje de ira que me incita a desplazar esa embriaguez de indignación, rabia y agresión, hacia los adversarios políticos, como el mensaje de Iris Varela, que encuentra algo parecido a la justicia en la persecución de la turba a los migrantes venezolanos en Ecuador, porque estos (no sé por qué; quién puede creer que hay alguna razón y no locura pura en su odio, en ese mensaje) fueron "guarimberos" aquí.

Pero enseguida, reacciono ante la obvia manipulación que pretende alegrarme porque esos que están allá y reciben golpes, heridas, insultos y vejámenes, negaron "la Patria" y acaso apoyaron brutalidades cometidas aquí. Rechazo al fin el mensaje que alimenta ese odio que aturde. Tal vez me ayuda y se resiste en mí ese humanismo que creí reconocer en el marxismo, o tal vez una formación infantil, lleno del amor de mis padres, proveniente de un ambiente cristiano, en mi infancia, poco antes de convencerme de que Dios era tan sólo una mentira que vale la pena y que impide cortarnos las venas, como canta Sabina, y caigo en cuenta de que ellos son también humanos, demasiado humanos, que yo también tengo esos impulsos homicidas, crueles y despiadados, tal vez por el momento dormidos, narcotizados, y que precisamente esos impulsos son los que manipulan quienes envían esos mensajes vengadores.

Y siguen los desplazamientos de los sentimientos. Su caudal poderoso y cáustico es el mismo, pero se enfocan, ora en un líder "escuálido" (Julio Borges es ideal como chivo), ora en Guaidó, de quien sólo se reconocen las nalgas, como ridiculización que apela al mismo disfrute por la humillación y burla del otro. Otro también puede ser el gobierno que es indirectamente culpable, dirán, por no haber podido con la crisis, por encubrir a los corruptos, por destrozar las instituciones en cooperación con la oposición, por empujar a toda esa gente a irse del país buscando nuevas oportunidades para que al menos le alcance el sueldo. Ese impulso destructivo necesita urgentemente descargarse en un culpable, como las ganas de orinar o defecar. Sed de sangre que nunca se calma. Alguien debe recibir las cuchilladas que el asesino feminicida (que es de todas y de ninguna nacionalidad) descargó sobre la muchacha embarazada, muerta sólo porque es mujer, o sea, una cosa propiedad de un hombre, que puede (o debe) lavar con sangre alguna presunta afrenta, porque es hombre. Sólo un hombre. Como dicen las rancheras, las películas viejas, el regaeton y las conversaciones en los bares y hasta de algunos padres.

Siento el dolor de Caín porque presiento la guerra entre hermanos. Siento su marca en la frente. Una rara confusión, una peonza que gira loca en sí misma, me lleva, ora a la postura de Abel, ora a la descarga de Caín. Me resisto a la locura. A la guerra. E invoco a todos mis mayores: a Bolívar, nuestro Padre común; a Cristo incluso que, aunque no exista, es bueno que la bestia crea que exista. A Manuela Sáez y su amor apasionado.

La corriente de impulsos cáusticos se redirige a los manipuladores. La justicia no existe. Hay que producirla.



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Jesús Puerta


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