Significados de la abolición del limbo

Programa “Temas sobre el tapete” del 25 de abril de 2007 en RNV canal 91.1.

(transcripción libre de Mariela Sanchez Urdaneta MSU). Especial para aporrea.org

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Vamos a tocar hoy sobre un tema de actualidad que está realmente sobre el tapete, el limbo. Las noticias de estos días informan que una comisión de alto nivel de la Iglesia Católica –la Comisión Teológica Internacional- acaba de decidir que no hay limbo, es decir, el limbo ha quedado eliminado. Con una decisión ratificada, como cabe esperarse por el papa Ratzinger -Benedicto XVI-, el limbo ha sido eliminado. Según comentan las noticias, los católicos en general -que por lo común suelen actuar en tales casos como verdaderas ovejas obedeciendo instrucciones y decisiones de las autoridades religiosas sin analizarlas ni comentarlas sino simplemente obedeciéndolas- están muy felices. Probablemente no sea así. Los tiempos han cambiado. Incluso la propia decisión de eliminar el limbo tiene relación con que una parte de los católicos ya no actúa tanto como oveja sino que se está acostumbrando a pensar. Y esa decisión, que quiere hacerse pasar como una simple decisión más, es, al contrario de lo que parece, una decisión que suscita muchas reflexiones, dudas y problemas pues pone en evidencia varias contradicciones. Acerca de ello quiero conversar hoy.

Aclaremos antes lo siguiente. Primero, la idea eliminar el limbo no es una idea nueva ni sorpresiva. Por lo menos se viene madurando desde el Concilio Vaticano II, desde los tiempos del papa Juan XXIII, el papa bueno. Sólo que en aquel momento no tuvo mayor trascendencia, no hubo una decisión y, en las décadas siguientes el problema se fue quedando –justamente- en el limbo, sin decisión.

Fue en el tiempo del papado de Juan Pablo II cuando se resucitó el tema. Tan es así que en el último catecismo oficial de la Iglesia Católica, de 1992, no se menciona exactamente el limbo. Lo que se dice es que el destino de los niños muertos sin ser bautizados queda en manos de Dios. Lo cual no quiere decir nada porque para un cristiano, para un católico, todo está en manos de Dios. Simplemente es una forma de eludir tomar una decisión, no tomada hasta ese entonces porque no había condiciones o intención de tomarla. En cualquier caso, la discusión continuó, desde hace un año viene hablando del tema y, finalmente, el Vaticano acaba de eliminar concretamente el limbo. No se nos dice a los seres humanos corrientes, católicos o no católicos, si el papa habló con Dios y recibió instrucciones o si el papa y los teólogos decidieron por su cuenta. Pero para el caso es lo mismo ya que cuando habla el papa para los católicos –o para buena parte de ellos- se supone que habla Dios. Veamos lo siguiente.

Hay razones que explican la abolición del limbo, específicamente en estos tiempos. Hay una de fondo que no es la única porque esa razón de fondo es inmodificable, ha operado siempre desde que se aceptó la idea del limbo y el que opere precisamente ahora significa que se ve reforzada por otros asuntos; de lo contrario habría operado sola antes. Se trata de la horrible crueldad, de la monstruosidad que significa la sola idea del limbo y el hecho de que la Iglesia Católica haya montado y defendido esta estructura atroz por más de un milenio.

Pero lo que ocurre básicamente es que la mentalidad, la conducta y la actitud de los católicos ha ido cambiando con la Modernidad, con esos siglos de transformaciones importantes, de laicismo (*), pero sobre todo en el último medio siglo de comunicaciones, de internet, de televisión, satélites, celulares, etc. que permiten un tipo de comunicación bastante rápida y que permiten circular mucha información sin que pueda ser “controlada” con la facilidad con que en siglos pasados fue controlada. Lo cierto es que todo ello cuenta y hoy son menos los católicos que aceptan ciegamente el dogma y son más los católicos que piensan y tienden a rechazar esta barbaridad criminal que es la idea del limbo.

Más razones: la propia crisis de la Iglesia Católica, el aumento de la laicidad, los padres que no bautizan a sus hijos o que tardan mucho en hacerlo, la competencia de otras religiones –el Islam por ejemplo no cree en el limbo y por ello mismo no se plantea este absurdo problema - y, por encima de todo, lo central, lo coyuntural que precipita las cosas: la creciente adopción en el mundo cristiano, en el mundo católico incluso, del derecho de las mujeres a abortar. Es decir, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos, a decidir si van a parir o si no van a parir, sin contar que incluso en aquellos países donde no existen leyes que permiten el aborto, la práctica del aborto clandestino tiene estadísticas impresionantes. En Irlanda, por ejemplo, hace unos años había un barco que navegaba en aguas internacionales cercanas al que acudían las mujeres irlandesas –sometidas a un catolicismo profundamente feroz y medieval- a abortar a escondidas. Son millones y millones y millones los abortos clandestinos en el mundo entero con el costo humano que ello tiene para la vida de las propias mujeres; pero ese peligro de salud es otro problema. A lo que me refiero ahora es que el aborto un fenómeno tremendo, desbordado, incontrolable. Y la Iglesia Católica lucha y se le opone radicalmente. Tenemos la pelea actualmente en México, donde por último ayer se aprobó en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal el derecho de las mujeres a abortar sin penalización hasta las doce semanas y después bajo determinadas condiciones, como siempre se aprueban y practican los derechos.

Lo que me interesa resaltar aquí es el aspecto teológico del aborto. Porque la Iglesia defiende la peculiar idea de que los fetos tienen alma. Y el aborto –la muerte del feto- posee implicaciones sobre el alma de ese feto porque esa alma debe ir a alguna parte, debe tener un destino. Y como la Iglesia ha defendido durante muchísimos siglos la idea del limbo, las almas de esos fetos no bautizados deberían también ir al limbo, que es el destino de los niños no bautizados. Sucede en la actualidad que el limbo (que hasta el presente un enorme retén de niños condenados a pasar la eternidad ahí: sólo imaginemos la descomunal cifra de niños que se encuentran en este momento, después de siglos y siglos de alta mortalidad infantil, de dificultades para sobrevivir, dificultades para bautizarlos, etc.) sino que ahora con la masificación del aborto, el limbo se ha ido convirtiendo no sólo en un enorme retén de niños sino también en un gigantesco depósito de fetos. Y de lo que se trata es de liquidar este absurdo.

Observemos la monstruosidad que subyace detrás de la idea del limbo. Y aquí empiezan los problemas para la mayoría de los católicos porque o se les olvida o no se ocupan de analizar ya que más absurdos acompañan al anterior. Y observemos también la nueva demostración del irrespeto de la Iglesia Católica por sus fieles, a quienes no en balde siguen llamando sus “ovejas” y tratándolos como si de verdad lo fueran.

La pregunta que un ser humano racional se hace es: ¿cómo se puede eliminar el limbo mediante un decreto? Hay dos alternativas. O el limbo era un lugar físico, un lugar real y entonces no se lo puede eliminar mediante un decreto o el limbo era una creación, una fábula de la Iglesia y, en consecuencia, tiene implicaciones serias porque significa que la Iglesia ha mentido y ha aterrorizado inútilmente durante muchos siglos a mucha gente.

Si el limbo era un lugar físico -y eso lo ha sostenido siempre la Iglesia: un sitio ubicado a las afueras del infierno, oscuro, penumbroso, donde se hallan los niños no bautizados morando ahí la eternidad- si el limbo era entonces un lugar físico, real, no se lo puede borrar con un decreto. Que yo sepa la única vez que se quiso borrar un lugar físico con un decreto sucedió en el siglo XIX en Bolivia cuando el presidente Mariano Melgarejo por una pelea con el embajador británico, lo expulsó del país en burro (al parecer el hombre iba montado al revés) y, la Reina Victoria al enterarse del caso, se cuenta que agarró un mapa de Suramérica, tachó Bolivia y dijo: “Bolivia no existe”.

Sin embargo, Bolivia sigue existiendo y Evo Morales está para demostrarlo.

Lo cierto es que no se puede borrar un país, un lugar físico, con un decreto. No lo puede hacer nadie. Si el limbo existe, el papa debería haber mandado una comisión de cardenales a discutir allá el cierre con el diablo, dueño del lugar. Y una vez que el dueño acepte la decisión, el papa debería poner a esos cardenales con picos y palas a demoler ese espacio físico aprovechando la presencia de una buena cantidad de cardenales y de papas que moran en el infierno por malvados, criminales, ladrones y delincuentes (por cierto, reconocidos por la propia Iglesia Católica). Después, claro, tendrán que ver qué hacer con la descomunal multitud de niños y de fetos, pues si bien los niños se pudieran irse volando al cielo, resultaría difícil transportar los fetos... Repito, nos movemos en un tema grotesco y absurdo que trato de resaltar para que se conozcan las implicaciones y su significado no pase por debajo del tapete.

El problema es que, si se puede eliminar el limbo por decreto –como procedió el Vaticano- entonces el limbo no era un lugar físico y no tenía ninguna existencia real. El limbo era simple y llanamente una fábula inventada por la Iglesia para imponer su dogma mediante el miedo. Es decir: la Iglesia le ha mentido a sus fieles, los ha engañado de nuevo y ha pasado siglos y siglos aterrorizando a madres y padres católicos, asustándolos con que si sus pobres niños no eran bautizados a tiempo, irían al limbo sin ver nunca a Dios.

Lo que ha debido hacer la Iglesia, una vez eliminado el limbo, es reconocer públicamente que ha mentido, que ha engañado durante siglos y pedirle perdón a los católicos por ese engaño criminal. Pero ocurre es que la Iglesia no se equivoca. La Iglesia ni siquiera se equivoca cuando desmiente lo que había defendido hasta hace poco (se parece a ciertos partidos y líderes políticos de ciertas toldas que jamás reconocen sus propios errores). La Iglesia además no pide perdón porque se considera a sí misma la voz de Dios y los católicos mayoritariamente creen que tal cosa es así.

Existe otra implicación. La Iglesia trata ahora de demostrar que el limbo no fue un dogma sino un problema de opinión. Es decir, lo que en la Iglesia se llama “tradición”. Y esa es la voz oficial del Vaticano: como el limbo no fue un dogma sino una tradición, una creencia arraigada, quiere decir que la Iglesia nunca lo convirtió en una opinión oficial y por ello la Iglesia no tiene que pedir perdón. Pero esto también es una verdad a medias. Y más que una verdad a medias, realmente, es una mentira que continúa engañando e irrespetando a los católicos porque esto es jugar con las palabras. Es verdad que la existencia del limbo nunca llegó a ser proclamada como “dogma”. Pero también es verdad que por mucho más de un milenio la existencia física del limbo fue una doctrina apoyada por teólogos, por papas y hasta por concilios y, modernamente, una doctrina que aparecía en los catecismos de la Iglesia Católica.

De hecho, la existencia del limbo ha funcionado siempre como un dogma. ¡Y vaya si los católicos, en la ignorancia que tienen de su propia religión, son capaces de distinguir entre dogma y tradición! Por lo demás la Iglesia los confunde cada vez que le conviene. Así, hay cosas que no figuran en los Evangelios y la Iglesia las ha convertido en tradición y luego afirma que, al ser tradición, se convierten prácticamente en dogma. Aquí hay un juego manipulador con las palabras para no reconocer su crimen al engañar y mortificar a sus feligreses durante siglos y siglos para finalmente decir que, como el limbo no era un dogma sino una tradición, no necesita mucha discusión.

Por ello comentaré algunos aspectos de la historia del limbo. Empiezo por definir el limbo aclarando primero que me referiré al limbo de los niños no bautizados, al “limbus infantum”. Pues para confundir más las cosas, la Iglesia cristiana inventó tempranamente otro limbo que ya no existe porque era temporal, no eterno como el limbo de los niños. Se supone que era el sitio donde estaban los Padres de la Iglesia, los Patriarcas, los Justos del pasado que vivieron antes de Jesucristo y, sin estar sujetos a ningún castigo, esperaban la redención del pecado original que se produciría cuando se sacrificara a Jesucristo. Después Jesucristo iría al Hades, al infierno, al Sheol (porque ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se menciona el limbo) y sacaría de la oscuridad a esos Justos del pasado para llevárselos al cielo. Este limbo no interesa ahora sino el limbo infantil, el que la Iglesia describe como un lugar físico situado a la entrada del infierno, oscuro, penumbroso donde llegan -para quedarse eternamente- los niños no bautizados sin importar la condición católica de sus padres (los protestantes, por ejemplo, no creen en esta atrocidad). Porque al no haber sido bautizados –sin importar lo inocentes que sean- esos niños no podían ir al cielo y ver a Dios porque eran portadores del pecado original. ¡Así es la hermosa y humana doctrina en que se fundamenta la idea del limbo!

En cuanto al proceso histórico del limbo -haciendo un resumen apresurado por falta de tiempo- el tema aparece a comienzos del siglo V en el contexto de la virulenta polémica que sostuvo san Agustín con Pelagio (**) y sus seguidores Celestio, Julián de Eclana, etc., polémica que giraba en torno al pecado original, al bautismo, a la gracia, el libre albedrío, imponiéndose el criterio dogmático y autoritario de Agustín, que se convirtió luego en el criterio dominante dentro de la Iglesia.

La idea que defiende Agustín es una idea monstruosa: como el pecado original es nuestra herencia (que nos legó Adán por su desobediencia en el Paraíso) y como no hay salvación sin bautismo, los niños no bautizados, a pesar de ser inocentes porque no han pecado (tienen apenas unos días de vida) irán irremediablemente al infierno porque el infierno es el destino de todos los no bautizados.

Agustín no cree en el limbo sino en el infierno. E incluso sostiene que en el infierno los niños también son quemados, aunque dice que los queman con llamas suaves, con llamas muy mitigadas. Esta monstruosidad es verdaderamente increíble para cualquier siglo, no pensemos que porque fue hace quince siglos ya caducó. Esta es una monstruosidad que no prescribe: condenar a unos niños inocentes que no han pecado, a rostizarse la eternidad entera en el infierno, así sea con llamas suavecitas, es una idea horrorosa. Además es peculiar la idea cristiana del infierno, como si este fuera una cocina de gas con tres velocidades: “high” (para los malvados), “medium” (no se usaba todavía porque la Iglesia no había creado el purgatorio, que inventó en el siglo XII), y “low” (la llama bajita para los niños inocentes).

El concilio africano que se reunió en Cartago el año 417, promovido y dominado por Agustín, declaró que sin bautismo los infantes menores de siete años (se supone que después de esa edad estarían bautizados), no pueden entrar al cielo y condenó la existencia del limbo como una herejía pelagiana. Es decir que no existía un lugar intermedio entre el cielo y el infierno en el que los niños no bautizados pudieran pasar la eternidad viviendo sin otra pena que la pena de no poder ver a Dios. Esa posición monstruosa de Agustín fue la que se impuso y dominó en la Iglesia.

Con el tiempo fue generándose otra corriente opuesta a la de Agustín, sólo que tal corriente se desarrolló a partir del siglo XII, casi siete siglos después de aquella barbaridad. Empezó a aceptarse la idea de que los niños no bautizados iban al infierno, sí, pero las llamas se fueron mitigando cada vez más hasta apagarse. Así, la visión de la Iglesia ha oscilado entre esas dos corrientes: la posición agustiniana en períodos de intransigencia dogmática y, la otra, más abierta, más tolerante, que domina en los tiempos modernos y ha suavizado la condición de los niños no bautizados en la otra vida, ambas terminaron aceptando el limbo y reduciéndolo a un espacio de “no visión” de Dios pero ya no un lugar donde se torturara y maltratara a los infantes.

El primero en defender y estructurar la idea de limbo fue Pedro Abelardo, filósofo del siglo XII, profesor en la Montaña Sainte Geneviève cerca de la primera Sorbona (París) y más conocido por su relación amorosa con Eloísa que por otra cosa. Pedro Abelardo es el primero en defender la idea del limbo y que los niños que están en el limbo no sufren castigo, simplemente su pena consiste en no poder ver a Dios. Su doctrina fue condenada en el Concilio de 1140. Sin embargo, la idea siguió abriéndose campo y los escolásticos del XII y sobre todo del XIII terminaron aceptándola. Su principal promotor fue santo Tomás de Aquino, que la impuso a través de su monumental Suma Teológica. Y su concepción fue dominando el panorama a medida que la figura de Aquino cobraba peso hasta llegar a convertirse, prácticamente, en teología oficial de la Iglesia Católica, en criterio casi dogmático de la propia Iglesia.

De todo lo que dijo Tomás de Aquino acerca del limbo, me interesa su última versión compuesta en 1265. Ahí lo que plantea esencialmente es que en el limbo los niños no sufren (eliminó la barbaridad de san Agustín), que únicamente están privados de la visión de Dios. Y que eso no es un sufrimiento para ellos porque, como murieron recién nacidos o a poco de nacer sin tener todavía uso de razón, capacidad de razonar, no pudieron adquirir conciencia de la visión de Dios. Y como nadie puede sentir dolor por no tener lo que no sabe que puede tener, los niños entonces son de alguna manera felices en el limbo porque, a pesar de no tener visión de Dios, nunca supieron que podían tenerla porque murieron demasiado temprano. De tal manera que son felices en el limbo y tienen la única visión de Dios que pueden tener.

Aquí hay un sofisma descomunal, como muchos otros de santo Tomás. Con éste él logra conciliar la injusticia con la ignorancia. La injusticia de mandar a unos pobres niños al limbo y no permitirles ir al cielo a pesar de que son inocentes y no han pecado, conciliarla con la ignorancia: convirtiendo la ignorancia de que ellos todavía no saben que existe Dios en la justificación de la injusticia. Pero como ordinariamente las manipulaciones ideológicas de la Iglesia han sido tan descomunales, esa fue la tendencia que se impuso y que comentan otros teólogos posteriores como san Buenaventura.

De todas maneras, esa tendencia no fue exactamente dogmática. En eso la Iglesia tiene razón pero tiene razón en contra de ella misma porque las decisiones de algunos concilios fueron más bien en contra de esta posición mitigada. Por ejemplo, el segundo Concilio de Lyon en 1274, declara que “las almas de los que mueren en pecado mortal o sólo en pecado original (los niños no bautizados), van de una vez al infierno a ser castigados aunque con una variedad de penas” (repito: esto es la decisión de un Concilio, no de un teólogo, admitiendo prácticamente la posición de san Agustín: no hay limbo y los niños no bautizados van al infierno (aunque no los queman a fuego “alto”...).

El Concilio de Florencia, reunido en 1442 hace lo mismo: llama a bautizar a los niños por el peligro de muerte pues no hay otro remedio disponible para estos infantes –dice el texto- excepto el sacramento del bautismo, que los libra de los poderes del demonio y los hace hijos adoptados de Dios.

Y todavía a mediados del siglo XVI el Concilio de Trento -suprema expresión de la Contrarreforma católica, es decir, de la contramodernidad de la Iglesia Católica- repite la misma declaración: es anatema rechazar el bautismo de los infantes y el catecismo romano que se elabora a partir del Concilio de Trento dice, literalmente: “Pero infantes que no son capaces de tener este deseo (el deseo de ver a Dios porque se han muerto demasiado temprano) están excluidos, como nos enseña la Fe, del Reino del Cielo si mueren no regenerados por el bautismo”. Aquí ya se entiende que no van al cielo porque no han sido regenerados por el bautismo pero no quiere decir que vayan al infierno; de alguna forma se acepta la idea del limbo.

En los siglos siguientes continuó habiendo polémicas (que no puedo tratar por falta de tiempo) pero lo importante es que tales polémicas no llegaban a los fieles. Para los fieles de antes, cuyo acceso a la religión era a través de los curas urbanos y los curas rurales, la creencia en el limbo como destino de los niños no bautizados hijos de padres católicos era prácticamente un dogma y funcionaba como tal.

Es más, hace apenas medio siglo, en la década del cincuenta, el papa Pío XII –uno de los papas más reaccionarios de la historia eclesiástica- tuvo una conversación formal con una convención de comadronas italianas. Y ahí dijo, por ejemplo, que no había manera de comunicarle al recién nacido la vida sobrenatural sino a través del bautismo; que el estado de gracia era indispensable para la salvación (es decir, que los niños no bautizados no se podían salvar), y terminaba diciendo que, en un adulto, un acto de amor podía bastarle para obtener la gracia santificadora y suplir la falta de bautismo. Pero, para el niño todavía no nacido o recién nacido este camino no se encontraba abierto. Vale decir, no hay otra alternativa que bautizar a los niños y los no bautizados no pueden ir al cielo, no pueden ver a Dios y van al limbo. Pío XII habló así hace apenas cincuenta y seis años.

Como acabamos de ver no se trata de pura “tradición”, es prácticamente un dogma. Y de hecho, los católicos lo han tenido por tal desde hace siglos. Y sólo en las últimas décadas (décadas bien conflictivas de laicidad, dudas, discusiones, aborto, etc.) la Iglesia se ha visto obligada a revisar la situación y a mentir de nuevo.

Pero esto no le resuelve nada a la Iglesia Católica, Iglesia que además es el sector más retrógrado del cristianismo ya que las iglesias protestantes –en su mayor parte- le llevan uno o dos siglos de ventaja a la Católica: son mucho más modernas, funcionan mucho mejor insertas en sus sociedades modernas, han admitido asuntos que la Católica, el Vaticano, se niegan rotundamente a aceptar. La Iglesia Católica sigue en la Edad Media. Y sigue en la Inquisición. Y sigue en la represión y sigue en todo aquello que las otras iglesias cristianas han terminado superando o abandonando.

Lo que ocurre con la decisión de abolir el limbo (repito, no resuelve nada) es que va dejando al desnudo el problema de fondo. Y ese problema se relaciona con el edificio dogmático intransigente de la Iglesia Católica, edificio dogmático que se encuentra en riesgo, resquebrajándose. Porque de nada sirve hacerle remiendos de albañilería cuando lo que colapsa son las vigas que lo sostienen. Es el dogma católico el que se está viniendo abajo por partes.

Están en juego el dogma del pecado original y el dogma del bautismo como único medio de salvación: ambos dogmas constituyen la obra central de Agustín (obra monstruosa repito) y se encuentran en peligro, resquebrajándose.

Esos no son los únicos problemas. Ya desde hace medio siglo el ecumenismo católico le dio un golpe importante a la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II y de la apertura del catolicismo, del papado, a acercarse a otras religiones no sólo cristianas ortodoxas y protestantes sino también a religiones no cristianas como el Islam, el hinduismo, el budismo, etc. Significó un golpe externo serio para la idea de la salvación por el bautismo y la idea del pecado original. Pero la decisión de la abolición del limbo le da un golpe interno afectando al catolicismo desde adentro. Como en este programa no tengo tiempo para analizar esas cuestiones a fondo, haré unos señalamientos básicos que permitan entender lo que intento decir.

En suma, pecado original, bautismo e infierno es lo que está en juego.

Una de las mayores monstruosidades de la Iglesia cristiana (que se caracteriza por la gran cantidad de monstruosidades de pensamiento) es haber convertido la fábula judía del paraíso terrenal en un dogma de obligatoria creencia para los cristianos. Y por no aceptar esa creencia se quemó a mucha gente. De esa fábula convertida en dogma -el relato de la Caída- extrajo otro dogma: el pecado original. Y a la vez sacó de este dogma otro dogma: la obligatoriedad del bautismo, sacramento cuya creación la Iglesia Católica le atribuye, por lo demás sin mucho fundamento, al Jesús evangélico.

El relato de la creación y la caída que narra el Génesis judío, el primer libro de la Biblia judía (y de la Biblia cristiana también porque los cristianos le copiaron la Biblia a los judíos), es una fábula característica de diversas religiones y mitologías que tienen un dios que crea al hombre y a la mujer y los destina a la felicidad y a la inmortalidad. Pero el hombre pierde la felicidad y la inmortalidad porque viola una prohibición divina. Como sucede en todos los cuentos de hadas, hay un mundo de felicidad a cambio de que se respete un tabú, una prohibición. Por lo general el tabú no se respeta, se viola la prohibición y se pierde la felicidad maravillosa. Ese es un tema mitológico que aparece es distintas mitologías, religiones y pueblos. Es más, los judíos lo tomaron del mundo babilonio.

En el fondo no se trata de otra cosa sino de la explicación mitológica de la enfermedad, la miseria, la muerte. ¿Por qué los seres humanos morimos, sufrimos o debemos trabajar? Esa es la explicación ofrecida en el espacio del mito y se podrían disfrutar tranquilamente estos relatos hermosos si la Iglesia Católica no obligara empecinadamente a creer que esto es palabra divina, sacrosanta y fundamento de la religión.

Ahora bien, en ese tipo de relato mitológico siempre hay un ser que es el que induce a violar el tabú. Por lo general ese ser es un animal. Y es ese animal el que en muchos casos se beneficia del quebrantamiento de la prohibición. Los antropólogos estudiosos de las religiones denominan la falsificación del mensaje, que en el caso de la versión bíblica se acompaña de otro tema que es la muda de piel. Veamos.

En el Paraíso hay un árbol de vida de cuyo fruto Adán y Eva pueden comer y, mientras lo coman, son inmortales (aunque el texto no dice expresamente que lo comían). Y hay un árbol de muerte –que es el árbol del bien y del mal- cuyo fruto está prohibido porque significa la muerte pero también significa el conocimiento. Hay un animal que viene a traer un mensaje de Dios pero lo falsifica. En los relatos generales suele ser el conejo o el lagarto o la serpiente. El mensaje que envía la Luna (Dios) con la liebre dice: “así como yo muero y resucito dile al hombre que él también resucitará y será eterno”; entonces la liebre transmite el mensaje equivocado y le dice: “así como yo muero tú también morirás”. El mensaje de vida se convierte en mensaje de muerte.

El caso de la serpiente es peor porque transmite un mensaje engañoso, un mensaje de muerte en vez de uno de vida y además ella, la serpiente, se apropia de la vida inmortal. Por eso es que en todos mitos, las leyendas y tradiciones se considera que la serpiente no muere, es eterna, porque cambia de piel metiéndose entre dos piedras, deja la piel vieja, adquiere una piel nueva y eso significa que se renueva eternamente. Así, la serpiente es la que le roba la inmortalidad al ser humano a cambio de entregarle la posibilidad del conocimiento pero que significa también morir, enfermar, sufrir y parir con dolor. En el caso del relato bíblico se trata de un animal astuto (el Génesis lo califica como el más astuto de los animales), que engaña al ser humano, lo hace comer el fruto de la muerte –que también es el fruto de la sabiduría- y ella, al comerse el fruto de la vida, se vuelve inmortal. El hombre es castigado, expulsado del Paraíso, sujeto a la muerte y la serpiente también lleva su parte: te arrastrarás sobre el piso, etc., pero la serpiente se vuelve inmortal y en cambio el hombre pierde la inmortalidad. Esa es una fábula hermosa, repito, que se podría disfrutar y sin embargo se convirtió en un dogma riguroso sobre el cual se construyó una religión completa.

Por ejemplo, los judíos nunca no le dieron demasiado crédito al relato ni montaron un dogma a partir de él. Es la Iglesia cristiana la que lo convierte en dogma, extrae de ahí el pecado original y convierte a la especie humana en una “especie maldita”: todos los seres humanos nacen malditos, manchados por el pecado que cometieron Adán y Eva. Por lo demás, esa es la obra maestra –siniestra- de san Agustín aunque es obvio que no todo lo inventó él. Existen precedentes en los Padres de la Iglesia anteriores y, por supuesto, en las “Epístolas” de Pablo en el Nuevo Testamento. Es Pablo el primero en referirse a la fábula en la “Primera Epístola a los Corintios” cuando sostiene que el pecado de Adán introdujo la muerte en el mundo, siguiendo el Génesis, que todos nacemos manchados por ese pecado y que en consecuencia el bautismo cristiano es necesario para la salvación del alma. No hay duda que ya la formulación aparece en Pablo.

Pero quien construye una teoría muy rica, muy detallada y minuciosa es Agustín. Agustín comienza atribuyéndole la culpa –como tenía que ser en una religión misógina y machista- a Eva. Agustín dice literalmente: “... que Adán sólo pecó por complacerla”. La mujer es más débil, la serpiente tentó a la mujer y Adán, por educado, por gentil y caballero, comió del fruto prohibido. Explica Agustín qué fue ese pecado, cómo se relaciona con la soberbia, cómo genera la concupiscencia y otra cantidad de elementos, y muestra por qué ese pecado dejó de ser un pecado original de Adán y Eva para convertirse en un pecado de la especie, en un pecado cósmico, algo que se transformó en la mancha originaria con la cual nacen todos los seres humanos, es decir, todos los seres humanos heredamos de Adán la mancha original después de haberse comido la frutica. La muerte entonces ya no es un fenómeno natural sino la consecuencia del pecado original, su castigo.

Pero también el pecado original debilita la naturaleza humana, la mancha, y únicamente se puede lavar esa mancha con el bautismo; el agua del bautismo es lo único que puede limpiarla. Dejo de lado otra serie de asuntos relacionados con la gracia, la concupiscencia y otros temas que no vienen al caso en esta demostración.

La esencia del problema es que de esa fábula se extrajo el pecado original (mancha de todos los seres humanos después de Adán) y el dogma de que la única forma de lavar esa mancha es con el bautismo. De tal manera que la sola forma de que los seres humanos se salven del infierno, que no vayan al infierno a sufrir la muerte eterna, el fuego eterno, es bautizándose, es decir, convirtiéndose en cristiano. No hay otra manera. Los no bautizados, todos, van al infierno. Y no sólo van los no cristianos sino también los niños inocentes no bautizados sin importar que sus padres sean cristianos. Claro, hay otro montón de gente que también va al infierno: los cristianos ladrones, bandidos, asesinos, aunque estén bautizados pues mueren en pecado mortal. Eso sí, siempre se deja la alternativa de arrepentirse en el último minuto y salvarse del infierno yendo al purgatorio (que se inventó después) y de donde se puede salir “pagando un peaje” para ascender más adelante al cielo, pero esa es otra historia.

Observemos dos aspectos centrales del dogma. Primero, si el bautismo es la sola vía para salvarse del infierno y de la muerte eterna después del Juicio Final, entonces los no cristianos están condenados al infierno y a la muerte eterna, a menos que se bauticen. Eso significa que gran parte de la humanidad va para el infierno; que solamente los cristianos buenos van al cielo porque todos los demás van al infierno. Me explico: numerosos pueblos practican con fervor sus religiones (musulmanes, shintoistas, hinduistas, etc. etc.), creen en su Dios o dioses, creen en la bondad y practican la justicia van al infierno simplemente porque no son cristianos, porque no se bautizaron. Atrocidad monstruosa: nadie puede creer que un Dios bueno, que creó a toda la humanidad, decida que únicamente una partecita de esa humanidad porque se bautizó es la que va al cielo y todos los demás al infierno. Segundo, otro elemento peor: si los seres humanos somos pecadores o tenemos tendencia a ser pecadores, fue porque Dios nos hizo pecadores, Él hizo que lo malo fuera más interesante que lo bueno, el mal más atractivo que el bien. Eso no fue hecho así por nosotros. Por muy bandidos y asesinos que seamos, pasamos cuando más sesenta o setenta años cometiendo delitos, no puede ser que un Dios que se supone justo, nos castigue con la eternidad y nos obligue a pasar la eternidad quemándonos porque cometimos pecado unos cuantos años.

Ahora bien, como el cristianismo se considera propietario de la única verdad y del único Dios, tiene que llevar el bautismo por doquier aspirando a que todos los seres humanos de las otras religiones las abandonen para aceptar el cristianismo –o el catolicismo- porque esa es la verdadera religión. Así, por esta vía, se combina la injusticia de que el bautismo sea el único camino de salvación con la justicia que sería que todos los seres humanos fueran cristianos y aceptaran el bautismo. ¿Y qué ha significado esto? Mil ochocientos años de crímenes, asesinatos, torturas, represiones y otros tantos actos mediante los cuales la Iglesia cristiana y sus jefes políticos y militares, apoyados en ella durante toda la Edad Media, el Renacimiento e incluso después con sus variantes, ha matado, quemado, asesinado a lo largo de siglos a millones y millones de seres humanos por el exclusivo delito de no ser cristianos y creer en otras religiones, y ha expandido su dominio a la fuerza a buena parte del mundo con el simpático pretexto de bautizar a esos infieles, es decir, de sacarlos a puñaladas o a tiros de este planeta porque se oponen a aceptar la cristiana pues respetan y quieren a su propia religión.

Ese ha sido el ecumenismo cristiano. El bautismo utilizado como instrumento de conquista, de explotación, de sometimiento y destrucción de personas de otras religiones y esta ha sido la historia de todos estos siglos de la era cristiana. Y si no, estudiemos la historia de nuestros países americanos donde se impuso el cristianismo a sangre y fuego, como recordaba yo la semana pasada.

Lo que ocurre es que ese ecumenismo, ese intento de dominación mundial, de acabar con las otras religiones para imponer a sangre y fuego el cristianismo, se acabó hace tiempo porque –particularmente la Iglesia Católica- está en franco retroceso, pese a estadísticas engañosas en las que nos incluyen a todos porque nos bautizaron chiquitos sin preguntarnos. Lo cierto es que está viviendo una crisis, está en profundo retroceso y ya las otras religiones no pueden ser sometidas por la Iglesia Católica ni se van a convertir al catolicismo. Los musulmanes, los budistas, hinduistas, etc. no se van a bautizar; antes bien, defenderán sus religiones como cualquier persona defiende sus creencias y su fe, y como se defenderían los cristianos si los quisieran convertir a la fuerza al Islam, por ejemplo.

De tal manera que ese ecumenismo cristiano con el que el cristianismo iba a dominar el mundo y toda la humanidad se iba a bautizar fracasó hace tiempo. Entonces el ecumenismo cristiano se volcó hacia otros horizontes en estos tiempos más sensato, más real: a convivir, a coexistir con las otras religiones. Desde el Concilio Vaticano II esa ha sido la norma de la Iglesia Católica. Aunque siguen queriendo penetrar al Asia y a África para continuar convirtiendo a gente de otras religiones, saben que no pueden hacerlo.

La convivencia con otras religiones significa aceptar que los budistas, judíos, musulmanes, sí se pueden salvar porque prácticamente aquellas religiones tienen la búsqueda del mismo Dios. Y, si se pueden salvar, quiere decir que se pueden salvar sin bautismo y, si se pueden salvar sin bautismo, quiere decir que el bautismo no es indispensable para la salvación. Esto es finalmente lo que se encuentra detrás de este ecumenismo cristiano. No es imponer el cristianismo a sangre y fuego para después bautizar a la gente, como aquí hicieron los españoles con los indios en masa o como lo hacía Carlo Magno con los sajones en su época, sino admitir que las otras religiones también son válidas, que todas buscan a Dios, que todas buscan el Bien. En consecuencia, los practicantes de las otras religiones también pueden ir al cielo si son consecuentes con su religión. No necesitan el bautismo para salvarse.

Así pues, la idea del bautismo como único camino para la salvación se cayó hace un tiempo. Se cayó externamente, y ahora, con la situación actual viene la abolición del limbo. Y, al abolir el limbo, se le da un golpe bajo, un golpe interno, al propio bautismo. Porque al eliminar el limbo, como los cristianos ya no son tan ovejas como antes, ya no se creen todas las fábulas y mentiras que les pasaban por dogmas, porque han aumentado considerablemente los abortos y otros fenómenos más, significa que la Iglesia admite –con esa tramposa verdad a medias de decir que no era dogma o que el limbo es un lugar físico pero que ellos lo pueden abolir mediante un decreto- que los niños no bautizados también se salvan sin bautismo.

Y que los niños no bautizados también se puedan salvar sin bautismo es otro rudo golpe a la criminal y absurda doctrina de san Agustín. El bautismo ya no es necesario. Aunque, claro, la Iglesia Católica no pueda menos que seguir sosteniendo que sí hay que bautizarse temprano porque en este nivel se trata de un problema de prestigio, de poder y hasta de mucho dinero.

Pero la contradicción es clara. La contradicción es evidente. La Iglesia Católica no puede evitarla: el bautismo no es indispensable para que los niños vayan al cielo. La Iglesia lo resuelve con uno de esos “esto queda en manos de Dios”, “hay que esperar que la bondad de Dios resuelva todo”. Pero, si están aboliendo el limbo no es para que los niños vayan al infierno sino para que vayan al cielo y, si los niños van al cielo sin bautizarse, quiere decir que el bautismo no es necesario para salvarse.

En resumen, son dos frentes distintos que desmontan la idea de que el bautismo es la única condición para salvarse: el ecumenismo nuevo -que es pacífico, que es de convivencia- y la abolición del limbo.

Pero la Iglesia Católica se mueve hoy sobre en una contradicción: no puede dejar de tener la fuerza y el autoritarismo de su poder y el miedo con el cual funciona aterrorizando a los católicos con el infierno. Pues resulta que el papa Ratzinger está, por un lado, aboliendo el limbo y, por el otro, resucitando el infierno. Resucitando un infierno del que, por cierto, hace unos años el papa Juan Pablo II inteligentemente dijo que consistía más en una situación moral que en un espacio físico, que el infierno está en nosotros, en nuestros problemas y crisis, en otro nivel, decía, y no se encuentra localizado en un espacio físico donde hay unos diablos con tenedores, calderos y muchas llamas.

Pero el papa Ratzinger desea en el presente volver a meterle en la cabeza a sus ovejas católicas la idea de que el infierno sí existe, que tiene existencia real en un espacio físico. Como vemos, Ratzinger es un papa profundamente reaccionario que de nuevo está imponiendo la misa tradicional en latín (aquello que los católicos españoles, de forma burlesca, llamaban “misa de culo y en latín” por la sencilla razón de que no sólo se decía en latín sino que el oficiante, el sacerdote, siempre le daba la espalda a los fieles; apenas se volteaba en el momento de la homilía y en el momento de terminar la misa). El papa Ratzinger insiste en que el infierno tiene existencia real, física, para seguirle metiendo miedo a la feligresía, para continuar mortificando a sus fieles.

Con todo, el papa Ratzinger se olvida que cada vez son menos quienes creen estas fábulas, cada vez son menos quienes creen que un Dios que se define como bueno, repito, nos haga nacer malos, vivir unos años haciendo el mal y, después, querer castigarnos con una eternidad de fuego, lo que representa una injusticia monstruosa. Los católicos en verdad son educados por la Iglesia como ovejas, como borregos, y buena parte de ellos se sigue comportando como tal. Pero son muchos también los católicos hoy que han aprendido a pensar, a razonar, a dudar, a discutir algunos de estos dogmas y fábulas que la Iglesia quiere imponer mediante meros argumentos de autoridad.

Así es que lo que ocurre hoy –y el limbo es una excelente expresión de ello- es que: o esta decadente y reaccionaria alta jerarquía de la Iglesia Católica (que impone el dogma y su voluntad) se moderniza y aparta una colección de fábulas verdaderamente absurdas como la del Paraíso Terrenal convertida en dogma, el pecado original, etc., (así lo haga protestando y pataleando, dando un paso adelante y otro atrás, repito) o se convierte en una Iglesia que más a tono con los tiempos, con las creencias de la gente, con el aceptar que la gente se ha vuelto más inteligente, más racional, que está más informada, que ya no son meras ovejas, o seguirá perdiendo fieles. Seguirá perdiendo fieles porque son fieles, cierto, pero ya no tan ingenuos ni tan pasivos como antes.

Y la Iglesia Católica debe aprender a coexistir, a convivir, no sólo con las otras religiones -a las que ya no puede aplastar a sangre y fuego imponiendo el cristianismo y el bautismo- sino que también debe aprender a convivir con la racionalidad, la inteligencia, el auto respeto a sus propios fieles quienes, repito, cada vez aprenden más a pensar, a razonar y cada vez descubren más contradicciones entre sus creencias, su búsqueda de la justicia, de la bondad, de la felicidad y una Iglesia Católica encerrada en defender privilegios, en defender el autoritarismo, en defender el dogmatismo y en identificarse con los intereses de los grupos más poderosos y más enemigos del progreso, del cambio y de la felicidad humana.

Ese es el gran drama que experimenta la Iglesia Católica hoy. Y este fenómeno de la abolición del limbo que acabo de comentar me parece un excelente ejemplo de las tremendas contradicciones en las que se mueve y que deberá resolver si quiere sobrevivir como una Iglesia capaz de movilizar a unas masas cada vez más despiertas y conscientes de sus verdaderos intereses y cada día menos propensas a ser engañadas y tratadas como ovejas.

Lo dejamos aquí por ahora.

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(*) En el DRAE: laicismo. (De laico). 1. m. Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa.

(**) Pelagio: circa 400 d C. Nació en Inglaterra o Irlanda y vivió largo tiempo en Roma y luego en Palestina. Es autor de un comentario racionalista y moralizante acerca de las “Epístolas” de Pablo (la más antigua obra literaria de un autor oriundo de las islas británicas), que condujo a Jerónimo y a Agustín a excluirlo de la Iglesia pues Pelagio declaraba la primacía del libre albedrío del hombre, negaba el pecado original, disminuía el papel de la gracia y rechazaba el bautizo de los niños. “Dictionnaire des auteurs grecs et latins de l’ Antiquité et du Moyen Âge”. Brepols, 1991.



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Vladimir Acosta

Historiador y analista político. Moderador del programa "De Primera Mano" transmitido en RNV. Participa en los foros del colectivo Patria Socialista

 vladac@cantv.net

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