La muerte de los viejos

Desde que Christine Lagarde y el ministro de economía ja­ponés pasaron a los anales de la bellaquería histórica de sugerir la muerte a los mayores por razones economicis­tas, no son pocos los que a edades intermedias insinúan que la única solución para los graves problemas sociales que presenta el capita­lismo salvaje, mimetizado ahora en neoliberalismo económico, es que los viejos se mueran cuanto antes. En definitiva, desean su muerte...

No se conforman esos y esas canallas con vivir ellos una vida escandalosamente lujosa y blindada. Quieren más. Quie­ren mandar y sobre todo generar en el provecto el de­seo de morir; deseo éste interno y callado, que es por donde suele empezar el camino de la persona hacia la tumba. Son estas gentes, tan sobresalientes como mal naci­dos, chusma trajeada de Dior o de Armani que, desde una posición de fuerza ins­titucional, llaman fácilmente a cual­quiera nazi o comu­nista para descalificarle políticamente o insultarle, que nos hace a los demás, sobre todo a los mayo­res, desearles a ellos la muerte y si es atroz mejor.

Les espanta el socialismo real, basándose en los "pro­groms", reacciones de grandes masas de población hartas secularmente de tantísimos abusos cometidos por indivi­duos de la misma ralea que la de los actuales refinados in­deseables, entonces acogidos aquellos a la inmunidad que disfrutaban los reyes y su corte, y hoy amparados estos en los de su mismo o parecido pelaje que les votaron...

Lo que puedo decir desde mi edad avanzada es que les odio a fondo y con toda mi alma, y que si de mi depen­diese esta actual justicia justiciera que padecemos en Es­paña, implacable con los desprotegidos y prácticamente cómplice con los verdaderos individuos antisociales, yo les haría envejecer a marchas forzadas por cualquiera de los muchos procedimientos que los infames buscan a me­nudo en la ciencia de la perversidad.

El caso es que si hay alguna solución para la humanidad, algo harto dudoso, sobre todo para las naciones vertebra­das en este deplorable sistema socioeconómico que sólo contenta a quienes viven opíparamente, es precisamente una solu­ción que pasa por la racionalidad extrema. Racio­nalidad extrema, en tiempos dramáticos por la super­pobla­ción y por los efectos del cambio climático, en los que el rigor preciso entre la producción de bienes básicos y su distribución en­tre la población debiera ser sagrado. Tiempos, por lo de­más, en los que en lugar de inducir a mo­rir a los vivos, debi­era ser preceptivo evitar en lo po­sible los proyectos de vida en el vientre de la mujer; sobre todo en tantos casos en los que ésta no desea ser madre.

Soluciones, por cierto, sólo posibles en un sistema radical que bien pudiera ser un neocomunismo marxista revisado y actualizado en función de las hondas transformaciones en la sociedad. Transformaciones que van desde las nue­vas tecnologías y toda clase de adelantos materiales, hasta la constatación de que todos, salvo los irresponsables, pese a vivir en una decadencia palpable hemos alcanzado un alto grado de consciencia de lo mucho que se está jugando la humanidad, cada uno en su país y el propio planeta...



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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