¿Por qué lo llaman tradición, cuando quieren decir discriminación?

A una costumbre, un rito o un acontecimiento social que se transmite de generación en generación lo definimos como tradición. La mayoría de las veces ocurre que el origen de esa tradición se guarda en la memoria de la comunidad que la sostiene; pero siendo la memoria un soporte condicionado por el paso del tiempo, por la calidad de la transmisión y la adaptación al momento vital de quien recuerda, suele ser fuente de manipulaciones e interpretaciones. Es por ello que la tradición se utiliza según convenga y se embadurna de subjetividad, aunque se vista con un tosco traje de objetividad.

La tradición es sobre todo tiempo y memoria. Un hecho o actividad que se instauró en un determinado lugar y momento, se convierte en tradición gracias al paso del tiempo; y el tiempo es determinante en la memoria. Y la memoria es muy traicionera, ya que el recuerdo, del mismo modo, está condicionado por el paso del tiempo, y con los determinantes sociales e históricos del momento en que recordamos. Pero la tradición, lejos de ser algo inamovible, se muestra dinámica y receptora de los cambios sociales, adaptándose a ellos, aunque muchas veces de manera imperceptible. La tradición necesita tiempo para vivir y también para transformarse. Sin esa capacidad de adaptación no habría sobrevivido a los tiempos.

La interpretación conservadora de las tradiciones, en cambio, evita su transformación. Se utiliza la tradición por encima de los deseos y derechos de las personas. Se utiliza la tradición, "esto ha sido así toda la vida", para que nada cambie, para que quienes se arrogan el poder sobre la sociedad puedan seguir ejerciéndolo, legitimando ese control en su posición social preponderante adquirida por su función religiosa, económica o política. Un poder oculto, aunque reconocido por la mayoría; que se ejerce desde las sombras, con apariencia de ciudadanía responsable; un poder que se adentra en las tinieblas de la historia y pretende perpetuarse. A esa sombra del poder le interesa que las tradiciones se vean como algo que trasciende al deseo de sus seguidores, para, de este modo, se les vea a ellos mismos como algo que trasciende a los tiempos. Para que se vea la existencia misma como algo inmutable, sin posibilidad de transformación. El mero hecho de plantearse la tradición como algo cambiante, que evoluciona con la sociedad y las personas, siendo estas mismas las que deciden sobre aquello que es parte de sus vidas, supone una trasgresión inaceptable. No pueden aceptar que las personas piensen por sí mismas y contemplen la posibilidad de que todo es cambiante.

El conflicto de los Alardes de Irun y Hondarribia tiene mucho de todo esto. Escudándose en la tradición, se impone una manera de ver y actuar en la vida que choca con cualquier visión transformadora de la misma. Se presenta la tradición como algo inalterable a través de los tiempos y las personas; como una suerte de regalo divino que hay que mantener a salvo de quienes quieren pervertirlo.

La constante apelación a la tradición para negar la participación de las mujeres en las mismas condiciones que los hombres, esconde ese apego a un poder masculino y jerarquizado que se niegan a abandonar, aferrados a ese lugar preponderante y dominante en la sociedad. Para ello, lejos de aparecer como tal, apela a la mayoría de la comunidad que encuentra en el mantenimiento de las tradiciones un lugar común identitario. Esa apelación a la identidad comunitaria, en cambio, no busca una reflexión crítica sobre la misma, no persigue entender las relaciones humanas comunitarias como un hecho que se va construyendo por mutuo acuerdo; que evoluciona a la par que las personas; que pretende una convivencia basada en la igualdad de derechos para todas las personas. Plantear la tradición como un hecho dinámico, compartido en igualdad de condiciones, vendría a poner patas arriba toda esa estructura jerárquica levantada a través de los tiempos, basada en las desigualdades sociales y humanas, en el poder patriarcal y el control clasista.

Así, apelar a la tradición para defender la no participación en igualdad de las mujeres en los alardes es una falacia interesada, ya que no tiene que ver con la tradición sino con la discriminación de la mitad de la sociedad por el simple hecho de ser mujeres. Un machismo que se oculta y se trasviste, pero no por ello deja de serlo. La discriminación de las mujeres en cualquier orden de la vida se denomina machismo, y disfrazarlo bajo las vestimentas de la tradición, no es más que una justificación que busca confundir, tergiversar y distorsionar el debate.

Por ello resulta incomprensible que ante la existencia de dos alardes en Irun, uno donde se respeta el derecho de las mujeres a participar en pie de igualdad en sus fiestas y otro donde se discrimina a la mitad de la población por razón de sexo, al segundo se le siga denominado "tradicional" en lugar de llamarlo por su nombre: Discriminatorio, alarde de la desigualdad o machista. Es lamentable que tras 20 años sigamos aguantando hasta en medios públicos, como EITB, se hable de alarde tradicional. Se busca una imagen de normalidad en base a una falsa legitimidad recibida por la tradición en contraposición al alarde público, que muestran como una invención moderna fuente de conflictos. Porque lo cierto es que el alarde público, más allá de respetar la participación en igualdad de las mujeres, impulsa otro modelo festivo, más horizontal y democrático, alejado de las estructuras opacas e inflexibles del Discriminatorio.

Las tradiciones son creación y parte de las comunidades humanas, y como tal la única manera de que sobrevivan, es que se adapten a los tiempos, evolucionen y alimenten la diversidad humana. El olor a naftalina y humedad acumulado en las mentes, solo es síntoma de una sociedad que se niega a avanzar, a liberarse de sus miedos, impidiendo que el aire fresco entre en las vidas de todas las personas. El aire de la libertad. Luchar por ella es una tradición que las mujeres han transmitido y mantenido a través de los tiempos.



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