Hablando claro

Útiles escolares

Eran los años aquellos donde, según los adecos, se vivía mejor. Entre los 60 y 70 era como prohibido nacer en el monto. Entre gallinas, chivos, perros, cochinos no se sabía si éramos animales o gente. No sé qué animal se comería mi maruto que zumbaron en un basurero en Caramiche, un caserío de la parroquia El Pilar en el estado Anzoátegui.

De lo que sí estamos claros es que nacer en la montaña era vivir a la buena de Dios. La vieja Catalina no parió mucho, se conformó con 15. Este humilde escribidor fue el último candelazo cuando la vieja estaba en los 45.

Catalina no supo y nosotros menos, lo que fue un tetero, un pañal, un trago de leche que fuese de vaca o de chiva. Qué coche ni que ocho cuarto. El mío era un hueco en un rincón del rancho donde me sentaban mientras buscaban el bocao en el conuco.

Nadie sabía lo que era una cama. Mi tío Manuel que tenía un catre era "rico". Así a los carajazos aprendíamos a gatear y luego a dar pininos. Ya caminandito nos lanzaban al patio a hacer vida con arreos de animales. De cuando en cuando se oía a lo lejos el tronío de un carro. Eramos tan inocentes que veíamos un avión chiquitico y le gritábamos. El que podía estudiar se tragaba 10 kilómetros diarios para ir a la escuela del pueblo. En Caramiche había una escuelita donde el maestro Andrés Peña hacía el papel de educador, padre y madre a la vez.

No hay espacio para tanta historia pero voy a resumir el trajín de cómo se estudiaba en esos montes cuando la vaina estaba buena. Nadie sabía si desaparecían gente, si mataban diputados, si los ahorcaban, si los lanzaban de avión, nada de eso. Lo que se sabía era que había que comenzar en la escuela.

Me inscribieron y nadie sabía de útiles escolares que no fuera una silla en la cabeza ida y vuelta, un cuaderno de a locha y un pedazo de lápiz si no se tenía para comprar uno. Un rancho de bahareque era lo que servía de escuela. El piso de tierra y una salita no más de 3x3. Andrés Peña, un vergatario como maestro. Ese carajo se arrodillaba en el suelo pelao y nos agarraba la mano, el cuaderno en las piernas y allí comenzaba la enseñanza para las primeras planas. ¡Ese era un maestro!

De ese monte directo a El Pilar al segundo grado. Andrés nos enseñó a escribir, leer, estudiar, sumar, restar, sacar cuentas. Adelantaísimos. Salí de la montaña y pisé pueblo. Allí mi madre me entregó a la maestra Sofía (q.e.p.d.). "Maestra, aquí tiene a Pedro, si se porta mal usted sabe lo que tiene que hacer, o me avisa que yo sé lo que tengo que hacer en la casa". Pendejo para portarme mal, si me pelaba el chingo me agarraba el sin nariz.

Una camisita to’ luyía y un pantalón vuelto taco por todas partes era parte del "uniforme" escolar. Unas alpargatas de hilo que muchas veces las tenía que amarrar con guaral para que durara un pelín más; pero con unas ganas inmensas de echarle bola y dar el ejemplo de buen estudiante desde chiquito.

Ya el cuaderno era de a real y el lápiz un Mongol que si lo botaba ya sabía lo que me esperaba. Eso era parte de unos útiles escolares que nunca pidieron. La pelazón de bola era tanta que nadie usaba el tal guardapolvo. Los maestros nos decían: "Vengan con pantalones taqueados, cholas rotas, camisas ruyía, pero limpiecitos". Y así era.

Un año con un cuaderno de a real. Ya para tercer grado era más caro. Más clases, más aprendizaje. El cuaderno era un Caribe de a bolívar. La maestra Juana nos decía lo mismo. "Vengan limpiecitos, con tacos o alpargatas rotas, pero limpios". Así un año detrás del otro. Contenticos con un pantalón vuelto taco y una camisa o más grande o más pequeña porque esa y que era la moda. ¡Mentira! No había centavo para comprar.

Y así llegamos al cuarto grado del maestro Enrique Chacín. Allí había que aprenderse de memoria una clase en la mañana y otra en la tarde; y el que no sabía dos preguntas, o la cantidad que sea, era un correazo en la mano que daban ganas de salir corriendo por cada pregunta sin respuesta. Se aprendía o se aprendía. Se estudiaba o se estudiaba. El libro era prestado.

Ni medio en el bolsillo para comerse un posible. Los ojos puyúos cuando veníamos a un niño con un helado en la mano. Ya para quinto y sexto el cuaderno era un Caribe de a bolívar y uno de a loche para el final de año. La maestra Zarina, otra vergataria como todos, hizo que saliéramos hechos unos muchachos graduados de hombrecitos.

Sin saber lo que fue un uniforme, una catajarra de útiles que piden ahora, bolso, ropa nueva, calzados, olorositos y sin un centavo nos graduamos. Fue la primera promoción que se celebró en grande en la Escuela Dr. Pedro Garroni Núñe. El discurso de despedida lo dijo este humilde escribidor. "Con estas palabras jamás les voy adiós sino hasta luego". Hace 46 años me despedí de la escuela a la que amo y amaré siempre sintiéndome orgulloso de ser un profesional de un sexto grado aprobado.



Esta nota ha sido leída aproximadamente 1116 veces.



Pedro Alfonzo Rojas

Antiaco, columnista, premio regional de periodismo de opinión 2016, telegrafista, tipista, montador, diagramador, coordinador, gerente de producción, editor de noticias TV; y sobreviviente de las violaciones de derechos humanos y laborales en gobierno de AD.

 pedrorojas56@hotmail.eso

Visite el perfil de Pedro Alfonzo Rojas para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter



Pedro Alfonzo Rojas

Pedro Alfonzo Rojas

Más artículos de este autor


Notas relacionadas

Revise artículos similares en la sección:
Movimiento Estudiantil, Educación


Revise artículos similares en la sección:
Actualidad