Cien años sin educar a nadie

En Venezuela nunca hemos educado a nadie

En problema de la salud puede resolverse, pero lo que veo muy difícil es sacar de abajo el caos en que se encuentra nuestro sistema educativo. Ay!, si la educación de Venezuela pudiera exhumarse, enterrada como se encuentra desde hace dos siglos, qué no encontraríamos en sus huesos, en su calcáreo cráneo…

Aquí no hay educadores; nuestra educación es un desastre en todos los niveles. Y no hay educación porque además de tanta ignorancia adolecemos de una tenebrosa carencia de sensibilidad humana.

Aquí el que aprende algo es porque lo hace por sí mismo.

Aquí casi todo el mundo es autodidacta.

Los médicos de las clínicas privadas y en muchos hospitales andan en comandita matando a diestra y siniestra al que les busca; los ingenieros y arquitectos destruyendo ríos y bosques…; los abogados anegando a la sociedad en estafas, intrigas y miserias…

A principio de los 70 emigré del país para ver qué enseñaban en otros lares, qué se podía aprender en otros pueblos.

Recuerdo que cuando seguía un curso de inglés en Los Ángeles (California), conocí a varios venezolanos becados por el Programa Gran Mariscal de Ayacucho. Nos encontrábamos allí para estudiar cualquier cosa que fuera “importante” en el mundo moderno, por ejemplo computación, programación, estadísticas, robótica, teoría de control. Había un profesor de la Universidad de Carabobo y una pareja de recién casados, en la que ninguno de los dos pasaría de los treinta años; otros dos ingenieros becados por la CANTV y una señora de unos cincuenta años que quería estudiar decoración y diseño de lámparas.

Todos sentían una gran nostalgia por su país, y el profesor de la Universidad de Carabobo constantemente me decía que él estaba seguro de que no iba a poder terminar sus estudios. Sufría cierto desánimo que lo inclinaba a un frecuente estado de derrota. Era que estaba deseoso por regresar a su país para poder instalar en su casa un sin fin de electrodomésticos que había adquirido, entre ellos la famosa nevera dispensadora de hielos en cubitos: “yo no puedo esperar cinco o seis años para regresar y mostrarle a todos mis conciudadanos y familiares todo lo que he comprado”.

Lo que él había comprado le parecía en sí mismo un gran hallazgo, un gran descubrimiento.

Asistí en cierta ocasión a un cumpleaños de la hija de uno de los ingenieros, y allí conocí a otro grupo de venezolanos: un médico que se había traído siete miembros de su familia (sin incluir la criada) y sin embargo sentíase triste y desolado; ocurrió pues un hecho que tal vez valga la pena referir como otro testimonio de aquel mar de jóvenes extrañamente extraviados.

Aquella noche de fiesta en casa del ingeniero se vivía un estado de camaradería especial. Éramos amigos por ser del mismo país y también por procuramos unos a otros una especie de protección y colaboración, en una urbe y en un lugar tan desconocidos y extraños para nosotros. No es exagerado decir que nos queríamos como miembros de una misma familia; pero repito, era por la necesidad de darnos fuerza, valor, en un medio que nos parecía exigente y serio.

Apenas había comenzado la fiesta, que incluía cena con arepas, tajadas, caraotas, y carne desmechada, el médico (el de la numerosa familia), pidió permiso para hacer una llamada a Caracas. Había tomado el teléfono y se encerró en un cuarto. Pasaron algunos minutos y luego se escuchó un llanto que nos sacudió a todos. La desgracia del pobre era que todavía le quedaba un año más de estudio. La gente pues, apagó el tocadiscos y se hizo un largo silencio en la sala. El hombre seguía quejándose y observé que comenzaban a rodar lágrimas por la mejilla de los presentes; uno se encerró en el baño, otros salieron al balcón o se excusaron para salir a la calle. Era un drama criollo, y pensar, ¡coño! todos estábamos becados, (con buenas becas): no pasábamos hambre... La fiesta se había convertido en un escenario de dolor y lágrimas. Mientras yo saboreaba un trago, oía a uno de los ingenieros decir -¡Como Venezuela no hay!, vale. Me hace falta mi país”.

En este estado de pesar, se escuchó el timbre de la casa. Más invitados. Abrazos efusivos, movimientos de sillas, exclamaciones de sorpresa y aplausos.

-¡Pero miren pero si aquí está Ricardo!

Era un capitán de fragata (acompañado con una tía, dos primos y una hermana). Había viajado desde Kansas para asistir al cumpleaños de la joven quien era su ahijada. A borbotones estallaban las expresiones de júbilo. Otro paisano también llegaba y volvía a sonar la música. La atmósfera parecía haber adquirido un ritmo más festivo.

-Nada de tristezas- decía el capitán al escuchar que había habido lloros y lamentos.

Los comensales nos instalamos nuevamente en la sala.

- ¿Qué se cuenta de Venezuela?- preguntó la dueña de la casa.

El capitán se sentía en vena, y con un vaso de whisky en mano, rememoró un viaje reciente a Caracas:

-La situación está mala. Me dicen que el dólar subirá en diciembre, aunque yo francamente no lo creo. Lo más grave es la inseguridad, el despelote del gobierno.

-Da miedo regresar -dijo una joven.

-Tenemos que volver y eso es lo malo - añadió el ingeniero.

-Pero entretanto- dijo la dueña de la casa- nadie se dará cuenta de que tenemos que regresar pronto, y gastamos a manos llenas, y vamos a volver limpios y a ser los pendejos de antes y de siempre. Carlos Andrés Pérez es de escuela liberal de Juan Vicente Gómez, y el que venga será igual o peor.

-Joselo propone que nos repartan la riqueza del Estado y disolvamos la república y cada cual coja a donde le dé la gana - añadió riendo el capitán.

Ante cada evidencia que mostraba nuestra perdición, surgía un chiste, una broma.

Lo de los lloros había quedado en el pasado, ahora que había llegado el capitán; por largos ratos nos olvidábamos del país para volverse a él entre retazos desordenados de la conversación. Cuando una señora gringa reclamó por el alto volumen del tocadiscos, y nos fuimos, a media luz, a conversar en voz baja a una sala que daba a la avenida Wilshire, volvieron los pensamientos tristes y las miserias, que aquejaban a nuestros conciudadanos. Alguien decía con un dejo de amargura:

-Carlos Andrés es un político inculto y desorientado, pero si a ver vamos los demás no son nada mejor. Dios nos libre de un burdelero como Petkoff o de un hipócrita como Caldera.

-Lo malo -agregaba el capitán- es que todos vemos hacia dónde nos lleva la desgracia, y nada podemos hacer para detenerla- Nos sentimos impotentes, amarrados, No se cree en nadie. Falta un hombre, y entre los militares nadie quiere tomar una decisión, porque los políticos nos han corrompido más allá de lo que pudo haberlo hecho Pérez Jiménez. Porque al menos aquél se decía demócrata y todos sabíamos que era un tirano, pero en cambio éstos llamándose ilustres republicanos y liberales han degenerado al país, sobre todo con esa vaina de las elecciones donde los que son elegidos son unas verdaderas ratas... y sin embargo hay que darles el pomposo título de demócratas.

La dueña de casa tenía una voz dulce y era quien más llamaba mi atención por sus muy sentidas palabras; hablaba además calmadamente y se le notaba, por lo que decía, que había sufrido mucho. Su esposo parecía más joven que ella, se mostraba atento a cada palabra de su mujer; asentía con la cabeza cuanto ella iba diciendo.

Silenciosos y echados sobre cojines en el suelo, saboreando una bebida que en EE UU sólo los ricos pueden consumir, quedábamos sopesando la incertidumbre que a cada cual nos esperaba al regresar a Venezuela.

La señora de la dulce voz retomaba las ideas y decía:

-No he dejado de pensar que Venezuela se parece a uno de esos pobres diablos, que de pronto gana un único cuadro con seis. Hubo una vez en mi pueblo (San Juan de Los Morros) una lavandera que en tiempos de Pérez Jiménez se ganó un “cuadro” que pagó un millón de Bolívares. Tenía diez hijos la pobre, y no tuvo tiempo para entender lo que se había ganado, tal vez porque no tenía idea del dinero o porque éste lo había logrado gracias al azar. Entonces, todos en su familia se trastornaron; los hijos bebían a gollete, compraron costosos carros y como quien dice, echaron la casa por la ventana. Cuanto compraron lo destruyeron en menos de un año, y volvieron a la ruina, y peor aún, con deudas que nunca imaginaron tener. La pobre infeliz enfermó y ni una locha le quedó para pagar su entierro. Murió en casa ajena mientras dos de sus hijos cumplían condenas en la cárcel. Siempre recuerdo esto y lo comparo con mi país y me digo. “Venezuela es la lavandera de San Juan de Los Morros”.

LA OTRA CARA DEL DESAJUSTE

A mediados de los 70 una oleada de estudiantes venezolanos (incluido el autor de este artículo) salieron becados para el exterior sin una clara organización dentro de un proyecto de desarrollo nacional. Salieron a profundizar sus estudios en sus áreas de trabajo, peluqueros, fotógrafos, ebanistas, mecánicos, topógrafos, prensistas modistas, plomeros, telegrafistas, torneros, dibujantes, y por supuesto todas las carreras que se cursan en las llamadas universidades autónomas.

Las becas se repartían a granel y casi sin ningún control, para cursos de pregrado y postgrado. Según unas estadísticas realizadas a finales de los 90, por el Taller de Literatura de la ULA, un 75% de los que salieron a estudiar bajo este programa no culminaron sus estudios; un 82% de los que regresaron finalizadas sus carreras no encontraron al llegar al país, trabajo, y el desorden fue tal que nunca jamás alguien fue penalizado por haber derrochado todo el dinero que le dio el país para que viviera en Europa o Estados Unidos, durante cinco, seis, siete y hasta ocho años sin hacer nada. De estos grupos muchos se dedicaron al comercio.

Otros grupos de estos profesionales que fueron becados se dedicaron a comprar de todo en cuanto llegaban al lugar donde debían estar, y aprender el idioma. Ante todo, lo primero que hacían era comprar un buen carro, y luego llenaban cuartos con neveras, lavadoras, cámaras, juguetes, ropa por enormes cantidades, y viajar, viajar, viajar.

A mí me tocó residenciarme en Los Ángeles, California, y llegué a conocer, como dije, “estudiantes” que se habían llevado a toda su familia, incluyendo las criadas.

Los militares gozaban de un privilegio especial para transportar todos sus cachivaches sin pagar nada por medio de buques o aviones de carga.

La clase más distinguida entre estos estudiantes la constituyó quienes fueron a obtener, en una universidad de alto nivel académico, un doctorado, un Ph.D.

Ciertamente en esa época se consiguió formar la mejor camada de investigadores que Venezuela jamás tenido en toda su historia.

La petulancia y la soberbia de nuestros investigadores se elevó al infinito, y entonces nuestros aeropuertos vivían congestionados con profesores universitarios que se la pasaban presentando ponencias hasta sobre ridículos trabajos de pamplinas carnavalescas en la India, China, Pakistán, Rusia, Turquía,…

En la década de los 80, creo que Venezuela superó con largueza, por la calidad de los trabajo de investigación, en áreas como Matemáticas, Física, Química, Biología, Ingeniería, etc., a casi todos los países latinoamericanos, con excepción de Brasil, México y Argentina. Así y todo no lograron formar una verdadera escuela en ninguna de esas importantes especializaciones. Venezuela no salió de abajo ni logró independizarse científica ni tecnológicamente. No pudimos crear un solo poderoso centro de investigación propio; todos despedían de lo que se hacía y se generaba en el exterior.

Hoy todo aquello parece un sueño, sin haber llegado a producir nuestras universidades ni un lápiz, ni un tornillo, y tomando en cuenta, que entre la década de los 80 y los 90, Venezuela gastó en Investigación unos siete mil millones de dólares: más que todos los países juntos del continente latinoamericano.

Eran aquellos tiempos de las vacas gordas de la década de los setenta, y salí de mi país para hacer un postgrado en matemáticas; para especializarme en una de esas vainas en la que los gringos se entretienen y en las que son de veras magos y poderosos. Venezuela parecía un hervidero de cambios, pero todo era extraño. Nadie sabía cómo llegaba el dinero en grandes cantidades, y el sentimiento que se vivía era el de un desgaste palaciego y aburrido. Como dice Borges, el dinero es tiempo futuro y hay que darle cauce. Dólares en todas partes. Parecía haber una fuente inacabable de capital y el gobierno de turno nos daba la idea de que así iba a ser siempre Venezuela, con un río fastuoso de riqueza sin fin. Con esa abundancia muchas personas de clase media descubrieron que era más barato y decente vivir en Miami que en su propio país. Y se inició esa pavorosa migración de criollos noveleros hacia el Norte.

Debe escribirse la novela que pinte ese segmento malogrado de nuestra historia. Aún sufren los desquiciados de esta época lo que algunos idiotas denominan el Shock del Pasado. Una ráfaga de fortuna que no tenía base alguna en el trabajo propio y que dejó a millones sin aliento ni asidero en nuestro país. Yo no era capaz de concebir lo que se avecinaba; los grandes cambios morales y sociales que arrasarían gran parte de una Venezuela que surgía del campo y de una historia política forjada en montoneras y escudos federales; en banderas tardías de tiranías, de militares enmachetados. Como nunca Venezuela iba a recibir los efectos de la más terrible desintegración: iban a surgir nuevas empresas, crímenes y robos modernos; fastuosos cambios en una juventud que se interesaba sólo en el ratón Mickey, el rock, cámaras de última generación, aparatos de tecnología de punta y relojes ultra-digitales.

El país se había metalizado más allá de los tuétanos. Era incontrolable las oleadas de mulatos congestionando los aeropuertos, cargados de baratijas de todo tipo. El vórtice del confort y del placer del capital había, definitivamente, trastocando las mentes y los sentimientos.

Y se me empañaban los ojos mirando la vejación que han sufrido nuestros pueblos, mi familia, y yo mismo. Quería luchar, pero antes de luchar necesitaba comprender. Ansiaba entender por qué éramos unos frustrados y por qué queríamos imitar esas malditas luces de “progreso” que nos llegaba de lejos. No es que yo sea antinorteamericano, y que esa posición resume mi posición política.

Soy por naturaleza antiservil, anticopión, anticerdo, si entendernos por cerdos políticos aquellos seres plagados del tóxico de la corrupción y de la riqueza fácil, y que para “vivir” lo hacen artificialmente, siempre genuflexos creyendo que la “salvación” está en ser como los monstruos “civilizados” ya sean gringos, ingleses o japoneses...

Me hería mi pasado. No podía concebir tanto esplendor y orden, tanta disciplina y “equilibrada belleza” (¿belleza?) en una nación que se hizo independiente del poder europeo pocos años antes que nosotros. A qué se debía tanta diferencia: a qué tanto “desnivel social y moral”. ¿Estaba esta gente mejor dotada que nosotros? ¿Eran mejores en el sentido humanitario? ¿En dónde radicaba nuestra desgracia, y en donde la “fortuna” de un país cuyos propios habitantes decían como algo natural, que Dios los había bendecido para que fuesen poderosos y hermosos?: God bless América. América the Beautiful, con sus banderas en los comercios, con sus niños robustos y orgullosos; sus soldados “sagrados” cúpulas blancas al sol; estatuas libertarias; razas del planeta entero buscando la protección de sus leyes: esplendor, oro, “éxito”, respeto, dignidad, majestuosidad, saber, gloria, “refugio” de todos los sabios científicos y literatos, y también consuelo de los emigrados de cuanto existe tiranizado por la peste del desorden y las guerras.

Había una densa ofensa en mi alma. Yo no había llegado a EE UU para deslumbrarme como un tonto, con o un mulato extraviado de mil amos diferentes que luego de pasar una temporada en el Norte su único objetivo era regresar con una nevera dispensadora de hielo en cubitos, con un televisor último modelo, con un hornito micro-ondas y haberse fornicado a una de esas catiras “que queman”.

Yo buceaba en el fondo de aquel marasmo de felices y torcidos paridores de marines, para ver si conseguía explicaciones sobre nuestro propio destino, algunas cuantas ideas sólidas y pensamientos que me permitieran vivir con cierta dignidad y entereza.

Cuanto veía y sentía era una alarma y un ahogo a la poca formación que había recibido en mi país. No me resignaba a tanto escándalo de “poder” y “fortuna”, ni podía aceptar que cuanto se alzaba sobre mi cabeza era producto de una bienhechora y justa cualidad humana. Recibía aquellas ráfagas sin dejarme enturbiar ni embobar por sus luces. Sin pestañar. Quería responderles. Decirles mis verdades. Hablar claro con todo el dolor que me atormentaba. Sentía que cuanto brotaba en forma de pesar y llanto estaba anidado en mí desde mi nacimiento; desde que era un niño allá en los polvorientos campos petroleros de Roblecito, en las Mercedes del Llano; y veía aquellas grandes máquinas perforadoras y extractoras de petróleo; y aquellos gringos macilentos y callados, tan efusivos y prácticos cuando le hablaban de negocios, con sus ojos metalizados, sus rudezas, su poder de bestias entrenadas para sacarle a la tierra sus minerales...

Eran colonos, eran extranjeros, negociantes. Entraban en Venezuela como quien llega a una tienda y sopesan los artículos. No ven al dueño, no ven a los naturales del país; no les interesa el lugar, sino la utilidad práctica de cuanto tienen en sus manos, y lo que por obra de sus máquinas puede convertirse en negocios prósperos, exitosos. No son presuntuosos; saben lo que buscan y lo que quieren. No discuten, pagan. Saben que el dinero lo puede todo. Y es cuanto han conocido y con lo que han traficado desde que nacen...

Solo, enteramente solo tuve que enfrentarme a ese mundo. Una lucha que lleva medio siglo y no concluye todavía…

jsantroz@gmail.com



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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