La inflación revalúa los valores, pero no los valores de uso

Solemos hablar de incrementos de precios de las mercancías, una redundancia que debemos elucidar. Sólo las mercancías tienen precios, no los valores de uso. Por esta razón, el acaparamiento y la inflación deben considerarse actos criminales donde las víctimas suelen ser los más humildes e insolventes.

Durante la inflación menos severa las víctimas son los pobres en su mayoría y si aquella se expande en el tiempo va afectando a todos los trabajadores a quienes finalmente les hará falta no sólo el dinero sino el valor de uso que es precisamente la razón que los consumidores tenemos para adquirir las mercancías correspondientes.

Bajo condiciones normales nadie opta por atiborrarse de comida por barata que esté porque sólo necesita las mercancías por su valor de uso y a estos porque de ellos tiene imperiosa necesidad.

Tampoco solemos acumular valores de uso más allá de la cantidad satisfactoria. La vestimenta con zapatos y corbatas incluidas tiene límites al igual que las carteras de las damas y sus perfumes.

De manera que los vaivenes de los precios solo afecta los valores de cambio como su nombre lo indica: precio o cantidad de dinero equivalente al valor medio socialmente necesario para la fabricación de una mercancía.

Tan pronto el comercio eleva los precios deja por fuera a muchos demandantes potenciales, a los insolventes que poco interesan a quienes sigan solventes, y hasta ven como exitoso que ellos no se vean afectados y pueden hasta defender esas alzas, mientras no los afecte personalmente, y mientras más crezcan esos precios más gente dejará de satisfacer sus necesidades.

La inflación, pues, se detiene o se desarrolla sin límite alguno. El caso venezolano es ejemplo de ello. Todo comenzó con unos buhoneros que la cogieron por revender productos de la cesta básica comprados a precios al detal y el gobierno no supo frenarlos a tiempo por ser buhoneros, bajo la cuestionable convicción jurídica de que es inhumano castigara a un pendejo mientras no se castigue a los "perros gordos".



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Manuel C. Martínez


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