Recordando a Alejo Carpentier

Galletas de tierra ¡Cuánto duele Haití!

Miles de antorchas alumbran la madrugada de Puerto Príncipe y alrededor de algunas de ellas la negrada se acomoda para escuchar al más joven que habla de heróicos jefes guerrilleros, indomables combatientes licantrópicos; de jornaleros que no supieron jamás acomodar a voluntad el lomo para recibir con paciencia el violento castigo del látigo infamante. De legendarios personajes, irresistibles para las negras que se sentían fervorosamente incitadas, celestialmente señaladas para hacer germinar en sus vientres la simiente de la resistencia frente a la explotación y la injusticia. Ellas, las más bellas negras de Haití, como por voluntad divina o diabólica se excitaban al máximo ante la sola presencia de aquellos héroes populares de músculos calientes y poderosos; mirada penetrante, desconfiada, mandona y palabra misteriosa, firme y hasta desafiante. Jóvenes negros hermosos que pueblan el cielo o el olimpo de la negrada haitiana. Figuras varoniles ungidas de misterioso atractivo, maldita perdición para núbiles amas blancas en noches presagiosas de luna llena.

Otro, tan joven como aquel que habló primero, sin despegar los ojos de un legajo de papeles nuevos que sostenía con su mano derecha, empezó a disertar desde el punto de vista donde se bifurca la historia de su pueblo afroamericano. Mencionó nombres de hombres de piel negra, oscura como las noches del deambular de zombis, duchos también en el arte de eludir los peligros y escapar en el momento oportuno tomando a voluntad forma de reptil, insecto o ave; hábiles en el uso del veneno para eliminar adversarios, aquellos comandantes de pandillas esquizofrénicas, pero apagado el fuego de la sangre que atrae a las hembras negras de Haití. A ellos les acusó de asociarse a los jefes de más arriba, de donde llegó aquel Hernán Cortés, padre, como dijese Martì, del primer mestizo rebelde que parió este continente, para apoderarse de las mejores tierras, las de los antiguos propietarios, someter al hombre a condiciones humillantes, miserables y, como lo hicieron los Somoza en Nicaragua, negociar con la sangre hambrienta del negro haitiano.

Y hablo también – continuó el segundo de los oradores en tono dramático- de nosotros mismos. De estos que aquí estamos, de las miles de personas que dormimos en estas calles mugrientas en las noches calientes de Puerto Príncipe; de los miles de miserables que en esta tierra nuestra padecemos antes y después que plantasen en Estados Unidos esa gigantesca estatua de la libertad; de una población sin la más elemental asistencia sanitaria; de una ciudad casi sin agua potable. De un pueblo que hasta perdió el pudor por la disolvente sevicia de la miseria.

Disertó el joven pues del sufrir que ahora amenaza aniquilar a su pueblo, que debe comer galletas de barro para subsistir, mientras se gastan cifras gigantescas de dólares en armas para matar humanos, destruir culturas y en gestiones para cundir la división y el odio entre hermanos. Se deja sucumbir al pueblo de infinidad de héroes y libertadores. Pero también habló de un sufrimiento que amalgama a los haitianos limpios en el gesto y en el hacer; de una unión que se hará más sólida que la de los tiranos y sus cómplices. Y dijo que la historia haitiana enseña que si fue cruel la tiranía blanca, la de los colonialistas franceses, la del látigo y la horca, también lo fueron la de los mestizos haitianos y la de aquellos negros Duvalier, farsantes usufructuarios del vudù y los infelices tonton macoutes, aliados de los encambimbados rapaces capitales de blancos y negros que continuaron desangrando a Haití. ¡Y cuánto y cómo lo han desangrado!

Esta coyunda infernal, este contubernio – dijo furiosamente el joven negro- de blancos y negros de fuera, de allá del norte, y negros de adentro, de sangre helada y sin hembras negras que se emocionen con sus portes y figuras que se volvieron rechonchas, ha sido infame, como lo es esta mascarada de democracia de ahora.

En efecto – continuó el orador casi con violencia- el Departamento de Estado, ese ente que está en todas partes, formado por hombres también licantrópicos, pero malvados, que todo lo ve, escucha, ordena, contamina y envilece, siempre ha utilizado a los tambaleantes gobernantes haitianos para restarle empuje al movimiento que con fuerza y espíritu de transformación late en el pueblo heroico de Tousseann Louverture, Juan Jacobo Dessalins, Petión y el glorioso Charlemagne Peralte.

Y el joven negro continuó diciendo: se fueron los Duvalier con su asqueroso séquito y se desmembró a los tonton macoutes, la fuerza represiva familiar del dictador. Y hasta hoy, salvo algún extraño desafío, ahogado por una manifiesta alcahuetería, han desfilado por el poder unos cuantos, una larga lista, y con ellos pervivió el espíritu rapaz y el orden de la cultura universal de la libertad. De la misma a cuyo nombre condenan a la miseria a miles de pueblos, empezando por el nuestro que debe alimentarse con galletas de tierra y amenazan a todos los humildes y a los originarios, como el boliviano, con divisiones, guerra y suplicio por atreverse a soñar, querer ser libres y ejercer sus derechos milenarios.

pacadomas1@cantv.net


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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

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