Ancianos del mundo, ¡uníos!

¿Vienen a por nosotros? A unos porque les falta voluntad política e ideológica y a los otros porque les falta la valentía suficiente para enfrentarse al poder financiero, el caso es que el poder político occidental, en unos turnos porque se niega y en los otros turnos porque es incapaz, no cambia los parámetros de la Economía al uso. Al final, nadie racionaliza ni ennoblece la Economía para que la Política cumpla el fin de la felicidad de la ciudadanía recogido de una u otra forma en las Constituciones de todos los tiempos. Racionalizar la Economía supone, primero rescatar lo público de la privatización salvaje a que ha sido sometido durante décadas, y luego modificar las prioridades del gasto para asegurar los tres bienes materiales básicos de todo ser humano: alimentación, energía y vivienda. Al no hacer de la economía política el instrumento de reparto adecuado para la felicidad posible de todos, el sostenimiento y el gasto sanitario de una población cada vez más longeva complica considerablemente la contabilidad macroeconómica hasta hacérselos cada vez más insoportables a un sistema en sí mismo injusto.

De modo que, en lugar de considerar la longevidad un triunfo de la sociedad, para quienes abrazan los principios y planteamientos de la economía capitalista y para quienes los aplican o los siguen, pero también para quienes se oponen débilmente a ellos, la longevidad es un lastre, un estorbo insuperable para su objetivo que no es la felicidad de los más posibles, sino el beneficio superlativo de unos pocos: el muro infranqueable de toda la vida. En estas condiciones, hace más de una década, por la tendencia, empezó a declararse como problema la longevidad. Y de pronto, sospechosamente, la anunciada quiebra económica de la economía neoliberal coincide con una pandemia variante de gripe en todo el mundo, causada a su vez por la sospecha de manipulación genética de un virus en un Laboratorio.

En efecto. Una pandemia que estalla en esas extrañas condiciones, a las que se añaden los siguientes hechos: el primero es que antes de que la OMS declarase, los gobiernos de algunos países europeos ya habían tomado medidas sanitarias como si se les hubiese alertado privadamente con antelación. Por otro lado, el gobierno español, después del italiano, empieza adoptando medidas muy severas de confinamiento. Pero lo primero que hacen los medios de comunicación españoles, con el pretexto del deber de informar como noticia prime time el coronavirus, es meter el miedo en el cuerpo a la población confinada, que no va a hacer otra cosa que ver televisión, las veinticuatro horas del día. Este comportamiento de los medios es lo que enciende mis sospechas. Pues sabiendo como se sabe que el miedo produce un efecto depresivo en el sistema inmunitario haciendo más propenso al organismo a la infección y al contagio, los medios no tienen ninguna contención. O bien lo hacen así, de acuerdo a consignas. Otro motivo para la sospecha. Sea como fuere, el bombardeo mediático aseguraba la estampida de la audiencia temblorosa de todo el país, a los Centros de Salud y hospitales al primer estornudo o la primera tos. Y eso es lo que, unido a la drástica reducción presupuestaria de los recursos sanitarios durante años, provoca el caos en dichos Centros y una mortandad a lo largo de los días similar a la que causa el grito de ¡fuego! en un recinto cerrado con una única y angosta Salida. El disparate no podía pasar desapercibido a cualquiera que no fuese presa de un pánico. Parecía inequívocamente deliberado. Pues antes de hacer el gobierno el primer llamamiento a su responsabilidad a la ciudadanía, al que siguió casi inmediatamente el Decreto del estado de Alarma y el confinamiento consiguiente, resulta extraño que no advirtiese a los medios del peligro que había en no combinar en lo posible información y prudencia, para evitar las consecuencias del pánico que, como acabo de decir, son la disminución de las defensas y la saturación de pacientes en los hospitales que no dieron abasto a la atención médica que precisaban los ingresados. Pero no lo hizo así el gobierno, o no se notó. Es más, la persistencia en la exhibición del drama sigue tres meses después. Todo muy raro...

Y es partir de aquel momento cuando empiezo a recopilar información. No acerca de lo ocurrido y de lo que estaba y sigue ocurriendo pues eso se agota en minutos, sino sobre lo que se difundía y difunden en medios extranjeros y en las Redes Sociales profesionales de todo tipo, de quienes a priori no tenemos más motivos para desconfiar que de quienes se pronuncian en nombre de los poderes instituidos. En todo caso sale a la luz una gavilla de noticias, de datos concretos y de opiniones razonadas y bien construidas, al margen del confuso aluvión de lo mismo difundido por los medios de comunicación oficiales españoles, tanto privados como públicos. Informaciones y versiones de médicos, de periodistas y de investigadores de distintos países del mundo que detallan hechos omitidos por la ortodoxia informativa; datos que ponen en evidencia el relato oficial de los gobiernos sobre el origen y las causas, próximas y remotas, de esta real o presunta pandemia.

Así es como veo confirmadas y reforzadas mis sospechas iniciales. Así es cómo empiezo a pensar en el complot. Y así es cómo se me ocurre que, con mucha probabilidad, estemos ante un perverso programa de genocidio "sostenido" de la población mundial, sin dejar huellas, pues es imposible discernir la voluntad, la malicia y la intención que pueda haber a través de semejante coartada; una estratagema que no podía ocurrírsele si no a ese 1 por ciento que acapara la riqueza del mundo equivalente a la que suma el 99 por ciento restante, que detenta el poder omnímodo en el mundo mucho más allá de la bagatela del poder político interior de cada país, y que está en las sombras de la OMS cuyo sostenimiento depende al parecer de un 82 por ciento de la aportación de capital privado, principalmente de la Industria farmacéutica. Todo lo que se une a tres rasgos muy marcados en la sociedad occidental de estos tiempos que asimismo parecen terminales: la frenética busca del dinero, la agonía de la moral tradicional, la decadencia de la ética civil forjada en el pensamiento hegeliano y en la Declaración de los Derechos Humanos, y una mentalidad generalizada proclive a toda la truculencia imaginable, cometida o por cometer. Razón por la cual, al no sentirse concernidas, en cierto modo estas generaciones ni siquiera piensan en la posible conspiración de esos poderes ocultos, y menos en revolverse contra quienes pudieran haber utilizado la pandemia con fines utilitarios de carácter económico, por un lado, y con fines genocidas por brotes sucesivos de la misma pandemia enquistada en la sociedad, por otro...



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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