El Llanero

El General José Antonio Páez y su enfermedad

n la derrota del trapiche de Gamarra, en 1819, donde los batallones de Bolívar fueron destruidos, Páez obró prodigios con su caballería, a pesar de lo accidentado del terreno; prodigios, según confesión de los historiadores españoles. En uno de los choques, le ataca la convulsión y sus compañeros tienen que sacarlo del campo. Días de contrariedad le proporcionó esta derrota. ¡Mi lanza! ¿Dónde está mi lanza? ¡Venga mi caballo! tales eran las primeras palabras de Páez después de pasar uno de los violentos ataques convulsivos, es decir, cuando recuperaba el uso de la razón. Estas mismas frases las repetía el general cuando a poco de haberse roto una pierna en su exilio en Nueva York, en 1858, fue acometido de convulsiones: ¿Dónde está mi caballo? ¿Mi lanza dónde está? –preguntaba. Páez es acometido de su mal crónico después del brillante triunfo de Carabobo. El vencedor continuaba la persecución, cuando es presa del mal, y se hace recostar al pie de un hermoso árbol de cañafístolo, en la sabana de Carabobo. Al restablecerse, al abrir los ojos, se encuentra con Bolívar que viene a abrazarle a nombre de Colombia y a ofrecerle el mayor grado de la milicia. Ni el tiempo, ni los viajes, ni los esfuerzos de la voluntad más firme, lograron extinguir en Páez el mal convulsivo que se apoderó de su organismo desde los días de su fogosa juventud. Durante su exilio en Nueva York, por repetidas instancias de una familia compatriota, se aventuró a gustar pescado, en dos ocasiones, y en ambas fue víctima de horrible malestar y violentas convulsiones. La manía que le dominó en la infancia, no le abandonó en la vejez.

Páez a los ochenta años de edad, por haber asistido a la exhibición de enormes boas en el museo de Barnum de Nueva York, invitado por sus amigos, creyendo obsequiar al General, donde iba a sorprenderlo con algo interesante. Páez, al ver los animales se siente indispuesto y se retira llega a su casa, ya a hora de comer, se sienta a la mesa, cuando al acto pide que le conduzcan a su dormitorio. Como nunca, se presentan las convulsiones, y de una manera tan alarmante, que el doctor Beales, célebre médico de Nueva York, amigo de Páez, es llamado al instante. Sin perder el uso de la razón, Páez aseguraba que muchas serpientes le estrangulaban el cuello. A poco siente que bajan y le comprimen los pulmones y el corazón y en seguida la región abdominal. Y a medida que la imaginación creía sentir los animales en su descenso de la cabeza hasta los pies, las convulsiones se sucedían sin interrupción. El doctor Beales quedó mudo ante aquella escena y no podía comprender cómo una monomanía podía desarrollar en el sistema nervioso, tal intensidad de síntomas. Páez que había revelado los diversos síntomas que experimentaba, a proporción que los animales imaginarios pasaban de una a otra región, pedía a gritos que le salvaran en tan horrible trance. El doctor habla y hace varias preguntas al paciente y éste le responde con lucidez. General –le dice el doctor–, ¿me conoce usted? ¿Quién soy? Sí: usted es el doctor Beales, uno de mis buenos amigos. Pues bien, como tal, le aseguro a usted que no hay ninguna culebra en su cuerpo. No había acabado de pronunciar la última palabra cuando las convulsiones toman creces, llenando de espanto a los espectadores. El médico había olvidado qué en casos semejantes, cuando un paciente es víctima de una monomanía, lo más certero es obrar sin contrariar la idea dominante y aun apoyarla si es necesario, para poder obtener mejor éxito sobre la imaginación exaltada.

¡Cuán variadas aparecen las idiosincrasias en los personajes históricos de todos los tiempos! En cierta noche, en el pueblo de Maracay, estaban reunidos tres veteranos de la Independencia: eran Páez, Soublette y Piñango, que departían amigablemente en un salón de la casa del primero. Después de haber departido sobre varios temas y tras un momento de silencio, Soublette se incorpora en la hamaca en que estaba acostado y dice, dirigiéndose a Páez: Mi General, ¿hay algo que le haya infundido a usted en la vida miedo, temor o espanto. Si, contesta Páez, poniéndose en pie. Hay algo que me produce, no sólo miedo, sino que me aterroriza del tal modo, que temo ser víctima: es la vista y presencia de una culebra". Entonces pregunta Piñango a Soublette. Y usted general, ¿qué es lo que más teme? Yo no temo a la culebra, dijo Soublette, pero sí al toro. Cuando militaba en los llanos, me llenaba de terror al pasar delante de estos animales, sobre todo si fijaban en mí las miradas. A mí, dijo Piñango, cuando los compañeros a un tiempo le hicieron la misma pregunta, a mí no me asusta la presencia de la culebra, aunque esté armada, ni me preocupan las astas del toro. Yo no temo sino a las seguidillas del poeta Arvelo. Y en efecto, el poeta lo había vapuleado en aquellos años, 1846 a 1847. He aquí una de tantas idiosincrasias de los hombres preclaros. ¿Quién en este mundo está libre de estas imposiciones del organismo? Que la ciencia llame estos variados fenómenos: Histerismo, sonambulismo, excitación nerviosa, etc., poco importa. Si en Páez obraba el miedo a la presencia de una culebra, puede asegurarse que en la pelea él obedecía al sentimiento generoso de la patria libre, a la ambición de vencer a sus contrarios, al ímpetu guerrero, al éxito feliz de sus inspiraciones, al valor sublimado, a la gloria de quien podía llamarse hijo predilecto de Venezuela.



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José M. Ameliach N.


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