Del país profundo: Edwin Montilva Sulbarán y el San Benito de San Rafael del Páramo

El río Chama, que baja desde unos cuatro mil metros de altura en el elevado páramo merideño y decide desembocar en el lago de Maracaibo, escarba entre las tierras más altas y las más bajas de la serranía andina, traza una gigantesca línea y avanza con su generosa vida entre los fértiles valles de la gran cordillera. Con su regadío extenso ronda los amplios trigales y las siembras de hortalizas y flores, que son constantes entre los paisajes tan seductores de las abiertas cuchillas. Muchos poblados se arriman a su paso, y uno de ellos, con la fama de ser el más alto de Venezuela, por elevarse sobre los tres mil metros, a la orilla de la carretera trasandina, tiene el segundo domingo de cada año la más impactante de sus celebraciones religiosas. Es San Rafael del Páramo con los Giros de San Benito.

Se afirma que la devoción a San Benito se debe a los intercambios que hacían los habitantes de los valles del alto Chama con las personas del sur del lago de Maracaibo, sobre todo con pueblos del puerto de Gibraltar y de la Ceiba, con los que llegó a establecerse una ruta comercial. Los campesinos de los páramos cargaban durante días en sus hombros sacos de papas y de harina, después que el trigo había sido sembrado, cosechado y procesado, para llegar al sur del lago e intercambiarlos por otros productos como el tabaco, el café, el cacao, el pescado seco y la sal. Allí empezaron a conocer quién era San Benito de Palermo y poco a poco ese santo negro fue subiendo hacia los valles del alto Chama y hacia los valles de Motatán para ser venerado a través de jolgorios, griterías y recorridos por las calles de los pueblos andinos. Así comenzó todo.

Como dato curioso observamos que San Rafael del Páramo, distante a escasos kilómetros de la población de Mucuchíes, mantiene visibles diferencias en la celebración de San Benito con esa capital del municipio Rangel. Mientras que en Mucuchíes destaca la presencia masiva de negros trabuqueros y quemadores de pólvora que se tiznan el rostro de hinchado color negro, en San Rafael del Páramo la fuerza primordial está en los giros y en el baile de la reina con sus distintas modalidades. Ocurrió algo muy significativo, que se reconoce en la llamada manovuelta, cuando se hizo habitual asistir desde San Rafael, cada mes de enero, a los festejos del santo en las localidades de La Venta y de Piñango. Uno de los líderes culturales con mayor grado de experiencia y compromiso en San Rafael, Edwin Dagoberto Montilva Sulbarán lo explica de esta manera: “La fiesta de San Benito de San Rafael del Páramo, tuvo mucha influencia de dos fiestas que se hacían al santo en el páramo merideño, una, la de la población de Piñango, el pueblecito tan hermoso encerrado en la montaña más abajo del Pico El Aguila, donde los fundadores de la fiesta, Don Cipriano Villarroel y Faustino Ramírez, desde Piñango, se trajeron esa devoción, la plantaron acá en el pueblo de San Rafael y a la gente le gustó y comenzaron a presentar los giros de San Benito. Igualmente tuvo una influencia de otro pueblo del páramo que se llama La Venta, que pertenece al municipio Miranda y donde el dos de enero se celebra la espectacular fiesta de San Benito. Desde San Rafael salían hasta doce camiones, ubicados en la plaza para esperar a la gente y llevarla a esa festividad. Todos los bailes que hacemos en San Rafael tienen en gran parte esos elementos de la fiesta de Piñango y de la fiesta de La Venta, pero parece asombroso, hoy día esos pueblos han ido perdiendo el tipo de baile que aprendimos de ellos”.

Más conocido como “Pocho”, Edwin Montilva Sulbarán, con un título universitario de médico, dedica su vida a la gente de San Rafael. Allí nació un día 12 de junio del año 1956 y al fallecer en Caracas, el 18 de abril del año 2016, ya tenía reconocimiento amplio por sus logros, entre los que estaba el de haber consolidado en el sitio más alto de toda Venezuela un gran movimiento de jóvenes, entregados a la recuperación plena de las fiestas de San Benito de Palermo y que a pesar del duelo por su ausencia, no han interrumpido la continuidad de la tarea. La fundación grupo folklórico San Rafael del Páramo lo atestigua. Nos cuenta “Pocho”, desde los páramos merideños, lo que escuchó por tradición oral, y era como iban los más desposeídos y los más pobres a ocupar sus puestos en la guerra de independencia, eran los descendientes de indígenas, con los ojos entregados a las batallas apostando al triunfo, adonde llevaban imágenes del Corazón de Jesús, de la Virgen Inmaculada y del infaltable San Benito de Palermo.

A comienzos del siglo XIX, en algunos pueblos, la gente se organizaba para rendirle culto a las divinidades que la iglesia católica imponía, pero ese San Benito era callejero, lo cargaban de un lado a otro lado entre los vecindarios y lo bañaban con miche, hasta que empiezan a fundarse las primeras sociedades de San Benito, así se organizan de una manera más formal y hacen novenas en cualquier época del año para determinados fines. En todas las casas de San Rafael estaba San Benito en un pequeño altar, vestida la imagen para venerarla con una túnica marrón, flores, una cruz y un corazón. Curiosamente se tenía en las cocinas de esos hogares, por la fama del canonizado hijo de esclavos de haber sido cocinero y taumaturgo en el convento de Palermo, ante su condición de analfabeta. Allí, entre los creyentes de ese pueblo de San Rafael del Páramo, la gente lo alumbraba en cada rincón, y para cualquier asunto importante que tuvieran en mente, existía la costumbre de pronunciar esta frase: “Dios mediante y San Benito Bendito”.

“Pocho” desde temprano se aferró al santo de origen africano para tener una vida normal. Como médico sabía que una enfermedad incurable lo había alcanzado y como buen promesero se entregó a su paciencia y a la del Santísimo. Largo tiempo seguiría sobrellevando la pesada carga. Las personas que ingresan como él a la sociedad en condición de giros, es porque quieren pagar una promesa. Tradicionalmente esas promesas han sido por peticiones agrícolas, para que las cosechas de papa, ajo o zanahoria se hicieran abundantes y con un buen precio en el mercado. Esa sería siempre la promesa mayoritaria, por ser este un pueblo eminentemente agrícola. La segunda razón de las promesas se vinculaba a la comida, para que no faltaran los alimentos en la casa y para que existiera abundancia, y la tercera razón, por la salud, tanto la salud individual como la familiar, para que los padres, los nonos y los taitas estuvieran menos expuestos a las tragedias.

Siempre recordamos al gran amigo con su traje blanco dominguero, sobre el que llevaba una casaca adornada con muchas cintas de seda que iban más allá del amarillo, el azul y el rojo. El tocado en la cabeza, un turbante, especie de coraza elaborada con cordoncillos muy brillantes, y las alpargatas de capelladas blancas o de capelladas negras con listas de colores que completaban el repetido traje. Era el traje de los giros. En centenares, vestidos así, los celebrantes salían a recorrer las calles con sus bailes en homenaje a San Benito después de la eucaristía. La vueltecita, el ocho, el cruzado, la cadeneta, estaban entre las figuras tradicionales de la coreografía, perteneciente al tejido de cintas del palo de la reina con su corona en la cabeza, y sus zarcillos y la boca resaltada en el palo, desde el que se hacían crinejas en red. Bailes serpenteados y bailes por pares, hasta llegar al baile del caracol, para tejer y destejer con pasos zizzagueantes las doce cintas de raso, anudadas al palo-asta con solo once colores. El amarillo era el único que se repetía en cualquier modalidad. Corre que te alcanzo o corre que te piso sería el otro tipo de baile que llegaría a desenfundarse con sus pasos muy particulares, al igual que la entrañable contradanza de suaves movimientos, característica de toda la zona de los páramos, donde los misioneros europeos dejaron olvidado el fuego de sus tatuajes.

Así como cada baile tenía su paso específico, también la música variaba en su melodía. Primero las parrandas se hacían solo con un cuatro, unas maracas, con el tiempo se agregaron el tambor, la guitarra y el violín. Tres o cuatro días duraban las fiestas en esas altas montañas para celebrar un matrimonio o un bautizo, bailando el joropo corrido o el joropo caracoleado, que se fue agregando con los años a las celebraciones de San Benito y que servía mucho para espantar el frío y remover las alegrías. En un sitio llamado La Provincia dentro de la misma comunidad de San Rafael, cada domingo, al aviso estallante de dos morteros que se lanzaban al aire, comenzaban a organizarse desde el mes de octubre hasta diciembre los ensayos dedicados al santo. Al menos unas ciento veinte personas que se reunían cada vez para participar, eran promeseros. Destacaban Don Jesús Manuel Moreno y Don Enrique Arismendi y en la cola del baile el más joven de todos los practicantes, este Edwin Montilva Sulbarán, que a lo largo del tiempo, con su pasión eterna, se convertiría en el líder principal del renombrado acontecimiento, sin falsificar en lo más absoluto la expresión de arte popular que brotó del alma de las tierras andinas y que quiso dar a conocer siempre por todas las regiones de Venezuela.


Edwin Montilva Sulbarán “Pocho” con su traje de giro. San Rafael del Páramo. 2011
Credito: Gladys Morotoli







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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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