Del país profundo: De juegos y juguetes en Guanipa

Mi padre José Manuel Irady, destinaba siempre un lugar de su negocio de víveres y quincallas para la venta del juguete. Entre las mercancías de la vidriera grande se guardaban reproducciones japonesas a escala milimétrica del volkswagen escarabajo y del plymouth barracuda. Habían sido confeccionados con el mismo tipo de plomo y hojalata de las ambulancias y de los carritos de bomberos, de los trenes con rieles y de los aviones que lanzaban su chispeante luz roja al rodar sobre las aceras de aquella calle que llevaba el nombre de una célebre batalla independentista. Juguetes japoneses que no guardaban ninguna relación con los diminutos artículos de la Casa China de Wong Lee, que ese padre riguroso, que prohibía en las noches derramar el kerosene, trasladaba a la defensa de su bodega: pitos, sonajeros, chicharras, marionetas de cartón, culebras de goma y dragones de Hong Kong. Todos juntos cabían en una mano.

Diciembre en aquel pueblo de grandes ventoleras y de frías madrugadas tenía algo de China y de Japón. De allá venían los juguetes del Niño Jesús. Venían resbalando por la luna en la noche del veinticuatro. De China y de Japón la paja seca de los pesebres, la madera del pino que cercaba a los nacimientos del hijo de Dios, las estampas de los almanaques con palidísimas geishas sacadas de antiguas acuarelas y que cambiaban de rostro mes a mes.

Como enloquecidos seguíamos los pasos de cada chispa del fuego, las estrellas que alumbraban al rozarlas con un fósforo encendido, el divertido saltapericos, el sonido progresivo de los triqui-traquis, los cañones, los cohetes, las luces de bengala del treinta y uno y toda la pirotecnia extranjera con la que nos mudábamos de abrazo en abrazo oliendo a pólvora y a plantas aromáticas de la colonia Jean- Marie Farina en la medianoche de ese último día del año, mientras brindábamos con burbujas de refrescos. Esa fiebre por los juguetes asiáticos de la navidad duraba mucho más allá del tercer día, del duodécimo día, duraría semanas, hasta la llegada del febrero insistente que declina en un miércoles de ceniza.

Desde el domingo de carnaval el viejo pueblo del río Tigre era un calypso interminable y los calypsoneros maquillados con harina y añil bajo el sol y con aromáticas esencias por las noches arrastraban a las multitudes con sus pelucas puestas, sus trajes brillantes y sus cabalgaduras de jinetes con zapatillas. El lenguaje inventado era una mezcolanza del inglés y el español en un cancionero que se clavaba en los misterios de aquellas pieles ancestrales. Las coristas mostraban sus dientes blanquísimos, confundiéndose con los hombres en la respiración andante de la música. Crecían sus movimientos de caderas y creábamos el otro juego de imitarlas hasta imaginarnos el desnudo. Así iba transcurriendo el tiempo del carnaval con agua y negrohumo y antifaces agrietados que tenían hilachas de cajas de cartón. El steel band con su sonido de pianos venía acordonando las calles.

Eran fascinantes las lluvias de serpentinas y caramelos cuando cobraba calor el espectáculo de los vecinos de Grenada y Trinidad, y ahora sí, los juguetes de diciembre se ponían de lado y solo nos quedábamos con las pistolas de agua y los vacíos potes de hojalata para imitar el ornamento de las bandas de acero, que en tres días no paraban de sonar. El negro Sony, como siempre, pasaría con su guitarra y su canto nocturno repitiendo las mismas estrofas. Solamente una vez amé en la vida. Solamente una vez y nada más. Era el anuncio del final de la fiesta y no faltaría quien quisiera silenciarlo.

Aún con el pellizco de abril y las protuberancias del sol, toda la mesa de Guanipa se soportaba sin una gota de agua. Los reconocidos sabanales meterían candela y miedo por la extendida sequedad de la cuaresma. Muchas veces una equivocada brisa de invierno trastornaba el calor de la llanura. Ya la Semana Santa habría pasado con el tinte de sus Nazarenos. La Dolorosa vestida de luto buscaba a su hijo muy cerca del templo donde el domingo de resurrección se anunciaba el final del más celebrado acontecimiento del Mesías, el fundador del cristianismo. Era la época del papel de seda y las varillas vegetales, el engrudo, los voladores que podíamos subir muy alto, hasta donde el hilo diera y hasta donde más alcanzaran a elevarse con su cola frenética, de tela. Se retiraban las aves migratorias, soplaba la brisa y se escuchaban los rayos y el trueno. Se ponía húmeda la sombra con el aguacero para cambiar el juego a barquitos de papel que iban a pique con el asedio de las bocacalles transformadas en ríos. Bañarse bajo el cielo con el jugueteo del agua ya era una diversión, pero resultaba más entretenido y fogoso cuando se podían inventar lanchitas del desecho metálico y casas flotantes de bambú y chalanas de la concha escarbada del coco y plataformas nadantes de paletas de helados que desafiaban corrientes y remolinos de cuadra en cuadra por donde se cruzaban las apuestas.

Cuando el sol descendía con su corona hacia los chaparrales, aparecía el bachaco volador bajo la arboleda de los patios para incitar el juego de esos días. Enlazábamos la débil cintura del insecto a una delgada hebra de hilo y apostábamos a la mayor altura del vuelo que nunca pasaría de los dos metros sobre nuestras cabezas. Cuando el animal del monte había perdido el borde de las alas, cansado ya de su mismo zumbido, se desanudaba su cuerpo epiléptico y herido que iba a dar a cualquier rincón de la casa. Bachacos de lluvia, bachacos sabaneros, bachacos culones llamábamos al inesperado juguete de la infancia que se confundía con la lamparita voladora a la que la gente grande le decía cucüio, cuando era la hembra de la luciérnaga la que iba al lazo, o como caballito del diablo cuando alcanzábamos la suerte de tener en el pulso al macho indomable de la libélula con sus cuatro alas azules. Capturábamos también peligrosísimos cigarrones en la entrada de sus cuevas para hacerlos desafiantes instrumentos de guerra y separábamos a las chicharras y al saltamontes y a los grillos de la corteza de los árboles, preguntándonos siempre qué juguete inventarnos entre esa inocente combinación de maldad y divertimento, y cómo y dónde hacerlos.

Vendría el tiempo del bucare adornado con sus primeras macetas, el tiempo del gallito que los hombres de la isla nombrarían gallito de chigüichigüe y robaríamos su roja flor para ver quien se rinde primero al arrancar las cabezas de los estambres en una rara competencia de fuerza. Juguetes del bucare. Juguetes de la resina del piñón que nos servía para inflar las pompas volantes. Juguetes del palo del guayabo en el que se labraba la gomera de horqueta, la dura china cazadora de pájaros y lagartos. Juguetes de la tusa del maíz de donde salían cuerpos de muñecos y armazones de cuantas naves pudieran inventarse. Juguetes de la semilla del mango que atadas a un cordel giraban sin descanso en el sonoro baile del gurrufío. Juguetes desechables del pito de la lechosa imitando cerbatanas con su largo canuto. Juguetes que representaban a una flauta vegetal con embocadura y agujeros para atraer la dulce música de los caribes cuando soplábamos y teníamos el recuerdo de esos grandes señores dueños y esclavos de la Mesa de Guanipa. Obsequiosos señores que llegaban a comerciar con mi padre sacando cuentas y calculando en tiza de colores.

Como no sabían su nombre le decían compadre y le decían cuñado y primo también le decían y dejaban en estas manos los frutos del hicaco, la ciruela, el cotoperí, el mamón para hacer un juego de pulpas y semilla en la boca. Traían mangos y mereyes y grandes tercios de casabe entre sus moriches. Casi todos tenían el mismo apellido Tamanajsho y hablaban entre ellos su propia lengua y nombraban a los pueblos vecinos Tajcavaaña, Cajchaama y vestían los varones con una falda azul llamada peenti. Siempre tenían espacio en sus grandes maras para inventarse el trompo silbador labrado del palo de alcornoque y al que ellos llamaban simplemente el juego del toroompo que era para los niños y saraanta con las perforaciones en la tapara para que jugaran las niñas.

Tiempo después del duelo entre el trompo y la zaranda, después de junio, después de julio, después de agosto, después del día del alumbrado cada dos de noviembre, los juegos serían los más comunes, nos quedarían las chapas y ocho dedos para entretejer las redes apostando al más rápido, el juego de la semana con sus siete días derramados en el piso, ir a escondidas a echarle betún a las botas, atar y desatar en el menor tiempo posible los cordones de los zapatos, las adivinanzas, el dibujo grosero, la pintura, el traca-traca de la perinola en el ritmo apresurado de una mano ejercitando sus dedos pulgares, el juego de memoria, de pelota y de fuerza y el libre escondite desde el palito mantequillero a la gallinita ciega, entonces, ese padre anotaba de nuevo en papel de estraza los primeros encargos de su negocio de víveres y quincallas, porque mi madre le anunciaba que la navidad ya estaba por venir.

José Manuel Irady en su bodega. El Tigre. 1980
Credito: Rafael Salvatore





Esta nota ha sido leída aproximadamente 1960 veces.



Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

Visite el perfil de Benito Irady para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes: