Del país profundo: Cleto Quijada, el navegante de Pedro González que descubrió el petróleo (y III)

La Gulf Oil Company, después de la Standard Oil y sus filiales, ocupaba el segundo lugar entre los consorcios norteamericanos de mayor importancia en el aprovechamiento de las riquezas del subsuelo venezolano. Además del Lago de Maracaibo, este trusts controlaba una extensa área del espacio oriental a través de la enajenación de tierras baldías y ejidales. Se extrajo el crudo con un precio de 75 centavos de dólar por barril, el arancel del capital extranjero que tenía en Venezuela su fruto más jugoso en aquel momento. Se lanzan al asalto las llameantes flotas de hierro para buscar en las entrañas de olvidadas comarcas y en lugares desérticos ese aceite combustible que se derramaría sobre millones de cargas. Era el tiempo de la llamada dictadura de Juan Vicente Gómez, cuando en el planeta solo destacaban dos grandes cuencas de petróleo, la de Estados Unidos y la de Venezuela. Había terminado una guerra mundial y se esperaba el comienzo de otra. Se multiplica el mapa del saqueo y Juan Vicente Gómez, El Benemérito, además de entregarle a las empresas norteamericanas miles de hectáreas de un territorio cargado del rico mineral, aseguraba con cárcel y con grillos un mayor control para favorecer al capital extranjero. Por más de tres décadas tuvo bajo sus pies a los políticos vencidos y bajo arresto a sus opositores.

Cientos de presos de la dictadura gomecista irían a la fuerza a remover las piedras. Abrirían tramo a tramo largos caminos para facilitarle a estas empresas gringas la movilización de sus imponentes maquinarias hacia el laberinto de los yacimientos. Fue eso lo que presenció Cleto Quijada a bordo del camión número dieciocho aquella mañana del año 1932, cuando en pleno verano salió desde Ciudad Bolívar con rumbo a la mesa de Guanipa. En medio de los arenales se dibujaban arrecifes rocosos y daba grima ver hombres y más hombres arrastrando pesados hierros en la inmensidad de la llanura. Llevaban uniformes desgastados del color del paisaje seco y se les obligaba a derretirse por demasiado tiempo bajo el sol de aquellos bancos de sabanas. Allí seguirían cargando piedras y más piedras sobre sus espaldas y removiendo terraplenes hasta despejar las nuevas rutas de una sucesión de hogueras que suspenderían sus llamas hasta el cielo. Solo los aliviaba la lluvia, pero así vinieran los aguaceros con relámpagos y truenos, debían seguir día y noche su faena de cautivos entre aquellos pajonales.

“Son los presos de Gómez” le gritaría el chofer del camión José Capitillo a Cleto cuando disminuía la velocidad sobre el gran desierto engañoso de la llamada mesa de Guanipa, agua, fuego y tierra con palmares semidormidos. Las ramas enanas del chaparro, los alcornoques, los mereyales y el manteco orejón de flores amarillas eran las especies más comunes de las inconfundibles tierras, rodeadas siempre por el forraje de las yerbas, olas de mastrantos y tercas plantas dormideras. La imagen de los presos brincaba y se iba de lado y se perdía ante los ojos de Cleto, de una banda a otra banda, en la medida en que el camión seguía en dirección al norte.

Cleto Quijada fue el único pasajero montado en la plataforma de aquel vehículo Ford de dobles ruedas que no usaba barandas. Iba sentando de espaldas a la cabina y en posición inversa a la dirección que toma el eje delantero. Tuvo menos de un día para pensar este viaje sin preparar mudanza alguna. De la goleta “Josefa Margarita” solo logra sacar un cajoncito con la escasa ropa que le podía servir para cambiarse donde lo agarrara la noche. Fue su único asiento en el largo viaje donde percibió el olor de la brisa mezclada entre los mastrantales, el frío pegado en esos bancos de sabana, el sol descubierto, la ráfaga de la arena fina aullándole muy de cerca en la perdida inmensidad del paisaje, un sonido indetenible de aguas escarbando en la raíz de los árboles. Eran señales de un río que nombraban El Tigre y que venía a dejar su huella en esta parte del camino. Solo un trozo de sus trescientos kilómetros de corrientes indetenibles, antes de mezclarse con el delta del Orinoco. De tanto navegar entre esos confines, ya Cleto conocía su desembocadura hacia el Morichal Largo, hacia el Pedernales. En los remolinos de Boca de Tigre derramaba el resto de sus aguas sin aporrearse. Todo eso paso por su memoria en este largo viaje, guiándose de banderita en banderita en la última trilla que señalaba la mensura de un nuevo camino. Después de doce horas en marcha desde Ciudad Bolívar, finalmente llegaría al sitio donde estaba parado el taladro en medio de aquellos arenalones. La caída del sol indicaba la hora. Seis de la tarde. No eran más de veinte personas las primeras que fundaron el lugar con el mismo nombre del río.

Cleto ahora percibe algo de luz a pesar de la ceguera por lesiones en sus lóbulos cerebrales. No puede discriminar los colores, su retina está perdida y por eso jamás ha identificado nuestro rostro. Como si estuviera viéndonos y para ser afectivo nos llama con una sonrisa “hijo de Dios”, en contraposición a otras palabras muy usuales en la isla de Margarita para nombrar a los que no tienen remedio, los “hijos del diablo”. Repite la frase bendecida muchas veces durante la conversación y la transforma en una mirada que nos reconoce. Trata de agrandar sus ojos debajo de las abundantes cejas negras que se mezclan en sus gestos. Se mece un poco en la hamaca ese primer día de 1975 cuando lo volvimos a visitar y se queja de los falsos profetas del pueblo, los llama “embusteros” por exponer una historia distinta a la que aconteció y va caracterizando perfectamente con su propia voz de guardados secretos los nombres de quienes estaban con él junto a la torre imantada desde aquel año 1932. No eran más de veinte nos dice y entre los primeros que nombra están el chofer José Capitillo, Ramón Lozada, Benjamín Barrios, Ruperto Calatrava, Goyo Hernández, Abelardo Ávila, Silverio González, Justo España, Concepción Cuello, Jesús Subero, Augusto Bermúdez, Luis Sánchez, un tal Chineco y un tal Conchón, Montanés, Parra, Villegas, Chori. Nombres completos o solo apellidos y apodos para mencionarnos al final a los dos primeros norteamericanos capataces del lugar Mister Gallo y Mister Bebe. “Todavía no había llegado al que se tiene como fundador de este pueblo, Mister Julio (Jully Mc Spaden) y ya los sismógrafos andaban por todas partes”. Nos cita entonces la presencia de un chino asimilado como chef de los norteamericanos que seguirían llegando al banco de sabana. Todos eran hombres.

Con Rosita Guzmán en su mente, Cleto recuerda la primera vez que llegaron las mujeres a conocer la gran torre petrolera donde sólo existían hombres solos. Era un bongo que venía de muy lejos atravesando en círculos la tierra entre esos pajonales, burros con agajes y maras que traían ron, cigarrillos, tabacos, jabones, hamacas, cobijas, mucha pacotilla. Habían atravesado ríos y sabanas y más sabanas, descabecerando el Guanipa y el Caris, caminando en el trasfondo de la noche. Serían las dos de la madruga cuando dejaron atrás a los codiciosos lugartenientes de Cantaura con el mugido de las vacas. Llegaron frente al destino del taladro a las cinco de la tarde de ese mismo año 1932. Dolores Tamoy comandaba el grupo de mujeres. Todos los que ansiaban la hermosura femenina estaban listos para recibirlas y se alegrarían muchísimo. Llevaban mucho tiempo soñando con mujeres muy bellas y bailando con ellas en sus sueños. Jesús Marcano que tocaba muy bien la guitarra y hablaba inglés montó la fiesta con Abelardo Ávila que tocaba el cuatro y entre canciones y música se fueron enamorando y repartiendo el ron. Rosita Guzmán tendría un sitio para preparar las comidas, porque a la mañana siguiente después de la gran fiesta, los hombres buscaron el chaparro más alto y labraron ramas y troncos para instalar una máquina de moler maíz y con lonas y cueros de reses fabricaron paredes y techos y se empezó a cocinar de todo un poquito, arepas, roscas, empanadas y entonces se preguntaban los comensales si era mejor probar las de Rosa o las de Marcolina o las de Teódula o las de Constancia. Se podía pagar con dinero y practicar el trueque.

Así fue creciendo todo y cada día fueron llegando más hombres y más mujeres. Lupe Martínez y Silvia Carvajal vivirían con Cleto, pero la primera que él embarazó se llamaba Mélida Guzmán, la hija de Valentina Guzmán que el envolvería con la palma de su mano. Se fueron haciendo las casitas a cierta distancia del taladro con el moriche, la madera y los bejucos que traía el viejo Hidalgo en las carretas de bueyes. Casas de horcones y culata que ayudaban a construir los indios del río Caris. Eran paredes recubiertas del barro rojizo mezclado con paja y bosta de vaca, techos de dos aguas y cumbreras tejidos con palmas, moriche trabado y bejucos, pisos desnudos de la misma tierra aprisionada. Como buen marinero Cleto Quijada pensó en los camarotes de los barcos y él mismo fabricó su primera casita pegada a la de Concepción Cuello, era con techo de media agua aquella casa encujada que le decían la cucheta. Así vivió el inicio del anunciado pueblo que además “tuvo pegado del taladro su campito de beisbol y su gallera”. Cleto iba y venía por todos los bancos de sabana en su oficio de encuellador, Santa Rosa, Chive, Las Bombitas, El Merey, Los Algarrobos. En todos los lugares donde brotara el petróleo, también estaba Cleto vistiendo taladros hasta por un mes o desbaratándolos pieza por pieza para moverlos a otros lugares. Siempre protegido por la Virgen del Valle en el recuerdo de su padre Dámaso Quijada y el de su abuela Manuela Verde que lo enseñó a partear encomendándose a la Virgen del Carmen. Reinaba entonces la Gulf Oil Company que más tarde tomaría el nombre de Mene Grande y Cleto Quijada a cien pies de altura sobre las torres llenaba de asombro a los caporales por su fuerza y su práctica de encuellador.

Domó el taladro número uno de la Gulf y una noche en que compartió guardia de siete a once con Augusto Bermúdez y Goyo Hernández, sintió el estremecimiento en todo su cuerpo. Sabía que ese pozo se estaba volviendo tempestad, presión de agua, mezcla de lamentos. Iría a romper fuente esa misma noche, pero Mister Jully Mc Spadden dio la orden de pararlo todo y trancar las válvulas de producción. El pozo iba a reventar en gas ante el mundo después de perforar hasta cinco mil pies de profundidad. De tanto lidiar con taladros y pozos en todos los lugares, Cleto podía escribirlo, porque ya lo tenía descubierto, conocía el pestañeo creciente que anunciaba el total reventón y fue así, en menos de una hora el gas enjaulado destruyó los soplidos del viento, buscó la altura del cielo y de la luna, llenó de rocío todas las casas de moriche que habían fabricado los indios del Caris y corrió con su ruido hasta el río que le daba nombre a aquel lugar. Estampada en oro quedaría para siempre la letra de la empresa y el número del pozo que se hizo monumento al superar el millón de barriles de crudo producidos. G.1.

Pero la historia del drama humano tendría otro rostro si dedicamos muy pocos segundos a recordar el nombre de aquella mujer Mélida Guzmán que Cleto envolvería con la palma de su mano. La primera que embarazó y que al mismo tiempo de la celebración alegre de la Gulf Oil Company, luchaba con toda su alma para dar a luz a sus dos únicos hijos. Fue irónica la noche que penetró con su lanza el cuerpo de aquellas criaturas. Cuando Cleto Quijada tocó la piel desteñida de los niños gemelos que acababan de expirar gritó desde lo más profundo de su corazón y no pudo aguantar el llanto. Les dio bautismo y los llevó a la sepultura, pero entendió que no había cementerio en este pueblo porque allí nadie había muerto, entonces con la robustez de sus brazos tomó los cadáveres de nuevo y se orientó hacia el norte por donde pasa el mar. Decidió escoger un punto elevado del llano donde fueron enterrados los cuerpos inocentes y en esa misma superficie nació la gran ciudad que le llenaría de asombro con el tiempo.

Cleto Quijada frente a Benito Irady en 1980
Credito: Rafael Salvatore




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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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