RICARDO CORAZÓN DE LEÓN.
El emperador fue informado en su camarote que debía abandonar el navío y solo podrían acompañarle seis personas del séquito y nueve de sus cuarenta sirvientes. La estrella de la Legión de Honor sobre la escarapela tricolor clavada en el sombrero de tres picos, completaban el atuendo formado por las charreteras rojas y los calzones cortos abotonados a las medias de seda. Los pies pequeñísimos, adornados con hebillas de oro, desandaban pasos lentos a los que nunca se hubiera acostumbrado en los campos de batalla, y envuelto en su capa imperial, miraba en la cubierta a los marineros que subían a las jarcias y gateaban sobre los marcapiés de las vergas para ajustar el velamen.
El buque de guerra crecía atado al océano, acobardando todas las flotas del continente con su batería de ciento veinte cañones ente las tres cubiertas y su palo mayor a más de sesenta metros. Una franja blanca a lo largo del casco, abultaba el tamaño de la nave sobre las velas que se disputaba el viento. El Emperador hizo traer las tablas del juego y pidió la presencia de Ricardo Corazón de León. Quería cumplir un viejo deseo antes de pisar la isla del destierro. Veinte años siguiéndole a todos los sitios de guerra, veinte años batiéndose a su lado en todas las campañas. Triunfador en Los Alpes, triunfador en Egipto, triunfador en Roma y en París, en Rusia y en España, el fiel Ricardo Corazón de León llevaba ocultas también veinte heridas de balas en su cuerpo purísimo de esclavo.
Sentado frente al Emperador, tomó sus veinte damas y rompió la línea sagrada entre las casillas negras del tablero. Movió los primeros peones y sobre cada turno fue dominando los cien espacios del juego hasta vencer. El perdedor desprendió la gran estrella de plata de su casaca verde y la fijó en el pecho del esclavo, mientras se cumplían las órdenes del desembarco. Todo el navío se movilizó para la despedida. Los marineros cargaban los enormes baúles de álamo con águilas labradas en oro sobre las tapas. Entraban al camarote y los objetos de oro pasaban de mano en mano. El servicio de tocador era de plata y la biblioteca estaba reunida en treinta maletas recubiertas en terciopelo verde con las insignias del Emperador estampadas en oro. Ricardo Corazón de León miró por última vez esas pertenencias en hombros de los ayudantes de cámara y sobre su ancho cuerpo la gran estrella con la inscripción “Honneur et Patrie”. La noche de San Juan terminaba en una claridad hinchada de silencio y el mar se teñía de una luz cambiante que iluminaba toda la isla de Trinidad. Los cantos y los golpes de tambor se habían apagado y el oleaje abrió de un gran salto los ojos del hombre dormido en la arena. Miró un nuevo día y descubrió que ya no estaba en su pecho la estrella de plata y que su encuentro con el Emperador fue solo un sueño.
La mar barrió el maquillaje del héroe y ahora mostraba a un Ricardo Corazón de León destrenzando sus sandalias de leguas infinitas. Estaba listo para pisar sobre el oro y perseguir todas las distancias desconocidas con pies vigorosos que huían de la tierra natal, herrando los filos del tiempo entre sus dedos. Por primera vez se ataba a su propia voluntad y salía del mundo. Quería saber de su destino, tener un índice del mañana que vislumbraba rodeado de lujo. Así cumplió la costumbre de todas las noches de San Juan. En un vaso lleno de agua derramó un huevo que la luna se encargó de esculpir. No le asombró ese amanecer de Port Spain, cuando reconoció encerrado en el aquel vaso el mismo barco de vela donde viajaba con el Emperador. El sol con su esmalte atravesó el cerco de cristal y dejó una estela en la transparencia del agua. Ya no era la nave fabricada con cuatro mil robles de los bosques de Europa. El barco era de oro y estaba entre las manos de Ricardo Corazón de León, que vio la espada y la corona del rey en los adornos del castillo de popa. Daba la vuelta al vaso y descubría la proa alargada bajo el metal precioso del bauprés, y en la cubierta mayor los tres palos sujetos por cabos de oro y las telas doradas del velamen. Dijo que era una goleta y después de lanzarla a ese mar, escribió sobre la arena un nombre para el bautizo de la revelación de aquel día de junio: “Gold’s Lion”.
Sesenta años más tarde, fuera de la isla de Trinidad, recordaba estas escenas orillando las costas de Paria, donde transcurría el último tiempo de su vida. Había salido de Saint Georges a Port Spain y de Port Spain apenas avanzó veinte millas hasta un puerto escondido en tierra firme. Allí destrozó su vida entre almudes de caña y fanegadas de cacao. Aquel lugar apartado del mundo estaba lleno de manos negras como las suyas, manos cargadas de trabajo entre las haciendas y la aduana vieja, donde no había fortalezas ni guardacostas. Apenas un cuartel con cien hombres de caballería, carabina y látigo para someter a la fuerza a la servidumbre. De noche se escuchaban los estallidos y el tropel de los caballos y las cadenas arrastradas en la única calle del puerto. Se decían que eran los fantasmas de los filibusteros saqueando el sitio y lo mismo se decía cuando encontraban algún mestizo desangrado a balazos en los cañaverales.
Pero esta historia no tiene su inicio en el sueño con el Emperador. Esta historia verdaderamente comenzó en la isla de Granada con Val y Josephine, el hombre y la mujer que los habitantes de Saint Georges daban por muertos después de buscarlos por los cuatro puntos cardinales de la mar de las Antillas durante veinte días. Cada año se recordaba la ausencia de aquellos dos hermanos y en la cruz de la colina se leía un epitafio “Here Lived Val and Josephine”.
Un día Ricardo Corazón de León vio llegar a Saint Georges a un forastero vestido con frac y sombrero de copa. Venía en una bestia con andaduras de pura sangre inglés y traía las dos riendas empuñadas en su mano izquierda. Vio que el animal llevaba un sello de oro en la frontalera del cabezal. Observó el freno entre las crecidas mandíbula del caballo y pudo descubrir el brillo del oro, el mismo brillo que se hacía más intenso en los estribos del jinete. El caballo era muy negro, azabache, y la cincha que le marcaba los costillares era roja como la silla de montar. Una luna maciza de junio descargaba su claridad sobre la playa donde tenía lugar este encuentro. El forastero llevaba el rostro bajo un antifaz de plata y su verdadero color de piel se descubría solo a través del pelo rizado que apenas escapaba del brillante sobrero de copa y por las manos negras llenas de anillos. Preguntó por Val Conrad y Ricardo Corazón de León le explicó la tragedia de Val y Josephine. El forastero asomó en oro la risa de su ancha dentadura. Reía espesamente con una risa de metal que le cortaba las palabras para describir otra historia de Val demasiado viviente en un condado insólito. Val conquistando las tierras del sur del Orinoco, Val cosechando el Yuruari. Val rompiendo el cuarzo a dentelladas. Val conteniendo el aluvión de todo el oro de Guayana. Val había sobrevivido, venció a la muerte disparando hacia otros horizontes donde olvidó su tierra de volcanes que se traga a los hijos. El forastero en cambio, venía por ella, con sus carnes enganchadas en el vuelo sangrante del animal salvaje. Dijo que él era Attila y que llevaba su cuerpo lleno de lanzas al lago de los cráteres. Rompió galope hacia el Grand Etang y en el momento de partir dejó anclada una herradura de oro en las arena rojas donde había pisado su caballo.
Ricardo Corazón de León supo que el dorado se llamaba Yuruari y que sus pies estaban listos para andar sobre el oro. Cuando se fugó de su isla, los habitantes de Saint Georges le dieron por muerto después de buscarlo por los cuatro puntos cardinales de ese mar de las Antillas durante veinte días. Cuando llegó a Port Spain oyó decir en boca de nativos que los indios del Yuruari fabricaban balas de oro para cazar venados de la Guayana. Esperó durante la noche de San Juan y el día calculado apareció frente a sus ojos una goleta de la línea roja del Orinoco. “Gold’s Lion”. Abordó aquel navío sin saber que las aguas inesperadas del Caribe jugarían con el lastre hasta llevarlo a pique.
Ricardo Corazón de León volvió la cabeza con horror y se abrazó al destierro del puerto escondido donde salvó su vida. En la prisión de madera encajonó el paso hacia el Yuruari y los pies de andar sobre el oro se fundieron en la miseria de la vejez. Al terminar la última noche de San Juan, buscó el vaso para leer las predicciones y encontró una gran oscuridad en su aposento. La luz del sol había abandonado sus ojos, pero él seguía siendo Ricardo Corazón de León y seguía contando cómo llegó a sus manos la herradura de oro del caballo de Attila.
Ricardo, en su aposento de Paria. 1981 Credito: Rafael Salvatore |