El zumbido de las ánimas ante la partida…

7-5-23: Día Domingo, en pie de guerra a las cinco de la mañana. Vemos los últimos apagados arreboles. De nuevo a coletear, a recoger brozas, a podar, a revisar pipas de café, a calcular todo lo que nos llevaremos y dejaremos en este punto del camino.

Denso silencio en el ambiente radiante que para hoy ya se advierten en los rojos arreboles.

9 am: Baja Ángel a buscar a Ramón Isidro quien vendrá por los libros.

Llega Chespirito a buscar su arepa mañanera.

Pasa fantasmal Alejandrito a sabanear sus becerros, cuando aún se esparce una rara neblina por los lados de la escuelita. Hay un mar de encajes y brumas que se van diluyendo por sobre los cultivos de Isidro. Por los predios de las labranzas de El Chino, gargarean los pavos de Consuelo, y los cochinos de Evencio hociquean los matorrales; suben cabizbajos dos perros de Avenildo, y en lo alto, en una tronera de luz, se arremolina una zamurá, planeado por los lados de Los Atalitos.

10 am: Voy hasta el lavadero a restregar unos trapos aprovechando que el Catire anda alzao. Llega Neptalí para cambalachárnoslo un café trillado de su cosecha, por otro que estamos secando. Nos pide que le hagamos el favor de llevarle a Mérida una cama y una colchoneta (la que va a requerir Natali una vez que se vaya a estudiar a Mérida). Va apurado porque tiene que llevar a Natali al hospital ya que presenta fuertes dolores en la boca del estómago.

Todo ha ido quedando limpio, fragante y arreglado en nuestra casita (aún), para ser entregada impecablemente.

Ayer vino María (la de Roberto) para preguntarnos si hay espacio para irse con nosotros. Tanto espacio para ella como para su esposo Roberto y sus dos hijos. No le aseguramos nada porque vamos bien cargados y con espacio comprometido para Jesús (hermano de Cheo) quien está enfermo de una pierna. La tolva irá de peroles hasta los calcañales, y lo peor es el camino, nada bueno, por el que tendremos que coger.

Sube Ramón Isidro en su jeep para llevarse el cargamento de libros que dejamos en casa de Ángel. Ramón Isidro lleva de acompañante a su hija Yanín, a su yerno Ever y a Ángel (quien va en la tolva).

Qué lento va transcurriendo el día. A la vez, qué inútil nos sentimos, como si hoy fuese un domingo multiplicado por cuatro o por diez. Hay también un mar de angustias, de dolores y nostalgias latiendo en cada luz o en cada sombra que nos acompaña. Se trata de ese arreglo sin fin de una gran obra que se culmina y del comienzo de otra, en medio de la absoluta y definitiva NADA.

Cómo fue que este par de locos se aventuraron a vivir aquí por más de diez años, y cómo fue que fueron aceptados por la comunidad, cómo fue que trasplantados aquí se reinventaron, crecieron y se asentaron como robles. Cómo fue que esta gente, hasta los más díscolos, llegaron a acogerlos como si fuesen de sus propias familias, porque a fin de cuentas cuanto construyeron, cuanto levantaron y cuanto cultivaron se hizo parte inolvidable y sagrada para toda la aldea.

Va bajando Ramón Isidro, detiene el carro para ofrendarnos más abrazos. Entra a casa, mira alrededor conmovido. Brillan y escuecen los ojos. Se perciben muchas más sombras en la sala, soledad abismal y rumorosa.

Los libros viajeros están ahora para otra odisea más en la tolva del jeep de Ramón Isidro, libros que de Caracas fueron llevados a Estados Unidos (California e Illinois), luego de allá volvieron a nuestro país por la Guaira donde residí un tiempo. Después fueron traslados a Cumaná donde trabajé un año en la Universidad de Oriente, pasaron más tarde a Mérida (donde recorrieron varias casas), para terminar su periplo en Los Pueblos del Sur.

Adiós, adiós, viejos y queridos amigos – los vemos por última vez en la tolva del carro de Ramón Isidro –insisto-, libros que fueron mi consuelo en medio de tantas incertidumbres y dolores.

Vendrá otra espera, y entretanto María Eugenia persiste en pasar coleto y lavar baños, en arreglar el jardín para luego ir a visitar cada mata y, en extremis, despedirse de nuevo de ellas. Les habla temblorosa, llorosa, desgarradamente. Les pide que no la olviden. En esos recorridos nos sangra el alma, junto al recuerdo de nuestra perrita Solita, que tanto amor nos entregó. Es que todo esto ha sido otra vida, la verdadera y única vida, la que aquí conocimos.

A las dos de la tarde, llegan por las llaves los nuevos inquilinos y con ellos compartimos un café y volvemos a repasar los linderos, palmo a palmo, trazo a trazo. Hay cosas que huelen a memoria, a compromiso o leyenda, así lo confirman estos estrechones manos, estos últimos recuentos de lo que entregamos a cambio de algo que sólo se ha firmado en el limbo del firmamento.

Nosotros tenemos que dar la última ronda, y con coraje, vamos y nos adentramos en casa de Avenildo, a quien vemos venir a recibirnos a toda máquina, porque estaba jugando bolos en el terreno de Evencio. "-Señor José, espérese" y su esposa, la apureña Rosa nos saca unas sillas y las coloca en el patio donde secan el café. Los perros revolotean husmeando a los visitantes, las gallinas se atraviesan. Vuelven los abrazos y las lágrimas y la pregunta que a ellos les late entre ceja y ceja: "¿Y cuánto?". No es lo importante el precio, pero así es también el dolor humano que a veces se mezcla con lo material, con la inmensidad de lo eterno. "¿-Le adelantaron algo?".

A lo lejos vemos subir a Neptalí, Marcolina y Toñito, quienes de seguro nos andan buscando. La aldea está alertada y en ascuas por los cambios…

Creo que en mi vida no había visto tanta conmoción de ojos aguados, abrazos fuertes y prolongados, y una sentencia que escucharemos en cada casa: "-Aquí quedamos a la orden para cuando quieran volver".

Seguimos nuestra marcha, y vamos ahora donde Consuelo, a quien encontramos con su hija Marilú, ambas en un solo desaliento, llantos que no las abandonan desde hace varios días. Y nos sueltan en lenguaje campo en este florido mes de mayo. "- Cómo nos va a doler, cada vez que pasemos por allí, sabiendo que ustedes ya no están…".

Subimos a hasta donde Abel y su esposa Agustina, quienes se encuentran con su nieta Fátima. Pareciera que nos están esperando, y vuelven los estremecimientos de cariño y los entrañables latidos del pasado "-Y Horacio, ¿cuándo volveremos a ver a Horacio?", en medio de los ofrecimientos de reencontrarnos en la eternidad, donde al parecer, siempre nos reencontraremos todos.

Seguimos a casa de Rosa la de las Rosas, y allí está su yerno Ramoncito y su hija Jennifer. Rosa está atendiendo sus matas con sus manos embarradas de abono, y brotan los efusivos abrazos y a Ramoncito le salta la pregunta: "-¿Cuánto?", porque Ramoncito es hombre de finanzas, atienden un taller para motos y administra el internet de La Coromoto. "-Olvídense Ramoncito, que plata no hay…".

Hasta que llegamos a casa de los Mora, donde encontramos al señor Corsino y a sus hijos Evencio, Ángel y Enrique. El señor Corsino está sentado en una silla de mimbre y nos toma fuerte con sus manos. Musita tantas cosas con dolor que nos sacude o petrifica: jirones de amor, al albor de sus noventa años, con toda su lucidez lumínica, padre, sabio, dios, quien nos dice como Santa Teresa: "-Todo se pasa, hasta una mala noche en una posada".

Volvemos a nuestra casa, y allí está ella hierática y ausente, eso sí, tan viva como cuando la parimos. Comienza a oscurecer, y nos quedamos vacíos, sentados en el porche y contemplando otra vez nuestra NADA interior. La luz se ha ido en nuestro alrededor, menos en el cielo. Va subiendo Cheo. Casi sin fuerzas le decimos "-Adiós Cheo". Luego llegan Roberto y María. Aparecen Neptalí y Marcolina, después Ángel y Enrique. Marcolina en un lloro indetenible abraza a María Eugenia y le dice en voz baja: "-Esta fue la casa que yo siempre quise tener".

Uno cree que está escuchando, uno cree que está todavía en este mundo, en la insistencia casi risible de que todo esto será eterno y de que nunca habrá despedida de NADA, siendo las despedidas de lo más común en este mundo. Como un juego de abalorios... Hasta que nos vamos a la cama cuando se hace difícil conciliar el sueño, considerando que quizá nunca más volvamos a esta serena integración con la naturaleza, con las plantas, con la luz más prístina, con el encantador cariño de estos vientos, con la lluvia, el sol, como cuando tuvimos la gloria de estar plenos de campo con gente sencilla, con este encanto de montañas y caminos infinitos, imperecederos y protectores. En realidad, qué despedida puede existir cuando ya nos hemos fundido como un solo ser con todo lo que aquí nos formó, siendo como ya lo somos el guamo o el cambural que aquí se queda…



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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