Andar entre cafetales, el máximo delirio de comunión con la luz, la tierra, el amado trabajo…

 

(EN LA GRÁFICA ME ENCUENTRO CON EL PATRIARCA Y SABIO DE LA ALDEA LA COROMOTO, EL SEÑOR CORSINO MORA)

29-4-23: haciendo un recorrido por nuestras matas de café, encontramos a muchas de ellas cargadas, listas para ser recogidas dentro de unos dos o tres meses. Lamentablemente ya para entonces, no sabremos si ese café será nuestro. He desbrozado unos mil quinientos metros cuadrados de terreno, un trabajo que me mantiene alegre y en forma.

Cuando llega la época de la recolección del café, la aldea se torna una fiesta juvenil, desde los niños hasta los ancianos salen con sus tatucos, desde muy temprano, desparramándose con alegría y sus cantos por las montañas, por faldas bien empinadas, con sus sombreros de anchas alas, con sus buenas botas y sobrado espíritu juvenil. Es también oportunidad para hacer nuevas amistades, obreros que son contratados para estas faenas y que llegan de pueblos no tan cercanos, como Chacantá, Mucuchachí, Mucutuy, Guaraque o Campo Elías. Los jóvenes, sobre todo, estallan en sus líricas expansiones, con sus fraternos y directos alborozos, irradiando energías y encantos, muchos de los cuales terminan en alianzas eternas, felices uniones. Los cafetales del tipo caturra, suelen ser tupidos, frondosos y llegando a alcanzar unas alturas de más de dos metros, tanto como los del café criollo.

30-4-23: Domingo. Aún seguimos desbrozando, ahora nos ha tocado la parte del cambural.

A las dos de la tarde, nos preparamos para hacerle una visita a Ramón Isidro. Nos acompaña Ángel y el perrito Chespirito. Al principio estuvimos vacilando si hacer la caminata, debido a la persistente amenaza de lluvia de estos días, con cielos toldados, negras nubes por los lados del pueblo de Canaguá y sorpresivas lloviznas en momentos en que sale el sol. Ángel nos asegura que no lloverá.

Cogemos nuestros bordones, cruzamos el río cundido de lajas por la vaguada que reventó en enero. Vamos ascendiendo por la ladera que lleva hasta el primer portón para luego caer por la hondonada de los pinos. Seguidamente tomamos por la empinada cuesta que nos lleva hasta la finca El Cobre de Neptalí. Por allí, cerca del establo de las cabras, vemos a Natalí y a Toñito debajo de un guayabo, con sus celulares, tratando de coger señal. Saludamos de lejos a Neptalí diciéndole que a la vuelta le haremos una visita.

Poco antes de llegar al tercer portón, alcanzamos una altura que nos permite divisar un área distante unos siete kilómetros, en dirección a la vieja posada Las Hortensias; se trata del callejón que causó el gran pánico en estos lados, la cárcava que arrasó con la parte alta de La Coromoto, ahí la estamos viendo, parpadeando con un hilillo de agua que baja por la garganta del enorme farallón.

Proseguimos la marcha, vamos midiendo con el altímetro las alturas de la finca de Onofre (1.992 metros), luego la de Gaudencio (1.985 metros) y finalmente la de Ramón Isidro (un poco más abajo) a 1.848 metros. Ramón Isidro y Cileni, hace poco llegaron de Mérida, como ya lo dijimos, porque Ramón Isidro debió hacerse un chequeo de la vista. Vamos, y nos sentamos en el espectacular corredor de la casa nueva, desde donde se abarca todo el maravilloso paisaje de montañas que comprende desde el filo de los Atalitos (propiedad de Ruco), al fondo la casa de la hermana de Adán, todo el trayecto del camino real que conduce a La Coromoto, luego el tramo de carretera pavimentada que va al pueblo, más arriba los predios de la finca de Gosmairo (dueño de un supermercado vía El Valle, Kilómetro Uno), un poco más abajo la Capilla del Nazareno (recién construida); subiendo un poco la vista, las montañas que dan a Las Aguadas y todas aquellas a cuyas espaldas se encuentra el pueblo de Chacantá. A la derecha, la cadena montañosa que da hacia el pico de Las Angustias, y finalmente, por doquier, sembradíos y más sembradíos de café.

La finca de Ramón Isidro, puede decirse que tiene la mayor variedad de plantas de la región. Una de sus pasiones junto con su esposa Cileni, es dedicarse a cultivar plantas frutales, y algunas ornamentales, hasta rarezas exóticas. Cuando Ramón Isidro y Cileni van a Mérida, no dejan de pasar por los viveros, de donde se vienen cargados con sus admirables colecciones, algo parecido a los fanáticos lectores cuya pasión es visitar librerías y bibliotecas y llegar bien abastecidos de buenas obras. De modo que Cileni y María Eugenia están unidas por esta pasión por las plantas, y desde que llegamos se entregan a hacer recorridos por apretados y hermosos jardines. En el pasillo, con la admirable vista a las montañas, nos dedicamos Ramón Isidro y yo a merodear por diversos pasajes de la historia antigua y reciente de nuestra querida Venezuela. Cileni ya está preparada para sus previstas atenciones, primero una ronda de café y después abundante taza de chocolate con arepas de harina de trigo. De vez en cuando pasa a un lado un esponjado pavorreal, y entre bocado y bocado no apartábamos la vista del magnífico paisaje que ahora realza su brillo con el buen tiempo.

Se presenta Adolfo saludando. Preguntamos por su familia, va y se sienta en un filo del corredor. Seguimos embebidos un rato en nuestra propia paz interior. Nos reímos de ciertos personajes bien pícaros que de pronto aparecieron con altos cargos, reconocidos en todas partes por sus medianías y protuberantes mediocridades, pero que pasaron una buena temporada en el limbo de los genios. Uno de ellos, nos cuenta Ramón Isidro, se la pasaba por estos lados vendiendo rifas y llaveritos, de pronto ¡Bingo!, dio un salto y se perdió, y después, otra vez ¡Bingo!, envuelto en una gran estafa en la administración de una Central Azucarera. No se diga el debut de aquellos que jamás dieron pie con bola en sus funciones, que ahora ni el mismo Cristo se acuerda de ellos. Sin embargo, aquí está la eternidad, que parodiando a un gran poeta no es otra cosa que la luz mezclada con la paz.

Llegó la hora de la partida, y nos trajeron huevos, un queso, cambures maduros, ajíes picantes, varias matas para plantarlas en nuestro jardín, entre ellas una sábila (no la común que conocemos, sino una de tallos muy delgados, parecida a una enredadera) según se dice, con poderes curativos contra el cáncer.

En el regreso, hacemos una parada en casa de Neptalí donde refrescamos el gaznate con una limonada, y nos vemos con Javier y su compañera María Fernanda, y volvemos a escuchar las cientos de historias que se dieron durante la agitada y bien cuestionada proclamación de la reina de Canaguá, hace dos meses atrás. Natali nos muestra varias fotos y un afiche en los que aparece admirablemente hermosa, nada que ver con la niña de hace un año cuando cumplió sus quince (por cierto, cumple años el mismo día que yo). Al darme el vaso de limonada le digo que no todo el mundo tiene el privilegio de ser servido por una reina. Yo le auguro un gran futuro por su extraordinaria belleza, siendo que puede volver a competir el año que viene, y coronar un primer lugar dejando a mil leguas de distancia a sus oponentes del pasado certamen, y hacerse así, con el admirable cetro de las más bella, de manera arrolladora y definitiva.

Una de las cosas que más risa nos dio, fue saber que en medio de las trifulcas que se formaban, pujando cada candidata por ser la favorita ante el público, se llegó a la tontería de atacar a Natali, acusándole de carecer de méritos suficientes para ganar, por ser del campo. Según sus contrincantes, que de hecho son de aquí, de Canagua, una reina debe tener caché, ser de la urbe, cosmopolita, provenir de una ciudad. Le echaban en cara que supiera ordeñar, atender cabras, criar gallinas, recoger café, secarlo y tostarlo; rosar, sembrar y, en fin, amar la vida silvestre, sencilla y honesta, el saber, pues, llevarse bien con la naturaleza. Que una reina no debía ensuciarse con ese tipo de ocupaciones. "-Qué feo todo eso que haces", le decían.

Valga la pena decir que no debería existir nada más sagrado y noble que el campesino venezolano, tan sufrido, tan olvidado por todos los gobiernos, tan dejado a la deriva por los políticos de partido, tan destrozado durante dos siglos de guerras intestinas, tomados como escudos para sus desmanes por canallas y generales montoneros. Toda una cultura de desprecio, a la final, de las elites, de la intelectualidad, de la burguesía. El propio Rufino Blanco Fombona despreciaba a la gente del campo, y en sus diarios los pinta como brutos y miserables. Cuando su hermano se detenía a hablar con un campesino, decía: "-¿Qué podrá hablar mi hermano con esa gente?". No se crea que Rómulo Gallegos tenía mejor concepto del campesino. Por eso, en su novela "Doña Bárbara", manda a los llanos a su protagonista Santos Luzardo, encorbatado, además, en un "esfuerzo" por imponer la criminal civilización en contra de la barbarie. La misma vil y degenerada posición y tesis de Faustino Sarmiento contra el indio, contra el gaucho.

Conclusión: si alguien en estos tiempos quiere saber de filosofía, que hable con un campesino.

Llegamos a casita cuando ya estaba oscureciendo, y Chespirito estaba en la puerta esperándonos.



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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