Juan, el ignorante

Cuenta la historia que, en un país lejano, muy lejano, había un hombre que hasta su nombre lo había perdido en una batalla épica de sus antepasados, de puro loco, gafo e ignorante que era. Y entonces, la gente del pueblo, para poderse comunicar con él, le puso Juan, el ignorante. Así fue conocido por todos en el pueblo y zonas circunvecinas. Una vez, el anciano más anciano y más sabio del pueblo lo mandó a llamar. Quería experimentar la sensación que le depararía hablar con un hombre diametralmente opuesto a él. Pensó: "Lo haré hablar sobre temas muy complicados para hacerlo caer en su propia ignorancia. Y así tal vez, dándose cuenta de lo torpe que es, pueda buscar ayuda para salir de la oscuridad". Llegó el día tan ansiado para el anciano sabio.

—Me dijeron que te llaman Juan, el ignorante. ¿Eso por qué? ¿A qué se debe ese apodo, si yo te veo bien? —inquirió el anciano.

Juan tardó en responder. Volteó para todos lados. Y asomó a su rostro gomoso, una sonrisita tímida. Y se dispuso.

—No sé quién me puso ese apodo, señor. He estado pensando en usar otro más digno. Porque la gente piensa que yo no pienso, pero pienso mucho más de lo que ellos piensan que yo pienso. La gente se burla de mí. Dicen, por ejemplo, que soy de cerebro poco abultado y deforme. No sé quién puede ver el cerebro así no más. O pensaran que tengo un cerebro plástico… Creen que no he leído libros de leer. Pero se equivocan. Soy un hombre leído.

—Juan, me gusta que hables sin limitaciones. Suelto, como un toro en la sabana. Seguro, como los torniquetes que sostienen a la estatua de La Libertad. Por favor, serías tan amable en decirme qué has leído.

—Haber, señor… He leído a Mieka, recuerdo que lo leí cuando tenía 10 años, y aún recuerdo que no recordé nada… Pero me gustó. Lo escribió un tal…, bueno era un alemán.

El anciano respiró profundo. Sonrió al ver la cara que puso Juan, cuando éste lo miró fijo. En el rostro de Juan apareció una nube de dudas, amparada en una sonrisita nerviosa, y exhibió surcos temerosos en su frente. Lo que aprovechó el anciano para cuestionar a Juan, el ignorante.

—Me parece, Juan, que usted se refiere al libro "Mi lucha" (Mein Kampf) cuyo autor fue el señor Adolf Hitler. Pero, dejemos eso de ese tamaño. Ha llegado a mis oídos que usted quiere ser presidente… ¿Eso es verdad?

Juan, se quedó como una estatua. No movió ni un músculo falso de su cuerpo. El anciano le había tocado una tecla que lo hacía sentir mal. Tendría que rebelar su secreto. Él había sido creado bajo el lema: "Tú, Juan, serás presidente de este país… Métetelo en tu cabeza". Y creció, como crece la espuma, ese mandato de unos padres que no querían sino lo máximo para su hijo… De pronto, soltó:

—Le confieso, sin que me quede nadita por dentro, qué si quiero ser presidente. Me siento capacitado para ejercer ese cargo. Sólo espero que alguien me ayude. Por ejemplo, he pensado en que encontraré algún mentor. Estoy barajando nombres, ya que me han llovido muchos "pretendientes". Hay un catirote al que le tengo los ojos puestos. Tiene poder y está forrado en puros billetes verdes. Le han hablado bien de mi persona. Le metieron, entre ceja y ceja, que tengo el suficiente potencial para convertirme no sólo en líder de mi país, sino líder de Latinoamérica y el mundo. Se creyó que yo, valga el entre verso, puedo ser presidente, de la noche a la mañana. Sólo tendré que acostarme, y dormirme repitiendo "Yo sí puedo" "Yo si puedo" "Yo sí puedo", y al amanecer estaré montado sobre la silla del poder. Eso me dijo un amigo del catire, y yo le creo. Además me dijo: "Juan, somos lo que pensamos. Con nuestros pensamientos alcanzamos todo lo que queremos. Tú, si puedes. Piensa y luego actúas, pero si prefieres actuar primero también vale. El orden de los factores no alteran el producto". Y recordé, con dificultad, ese cliché barato que tiene un canal de televisión que dice: "Somos lo que queremos". Y yo quiero ser presidente, y punto.

El anciano no tardó en reaccionar.

—Juan, requerirás más que tus pensamientos para llegar a la presidencia de tu país. Por ejemplo, ¿cómo te vas a hacer presidente, sin participar en unas elecciones presidenciales?

—Mire, anciano, yo fui donde el catirote, ese que me llamó para asesorarme, me atendió muy bien. Me dio su mano, y yo la apreté como un hombre. Él me dijo que no eran necesarias unas elecciones. Que mi país era un país de pacotilla, y, es además, patio trasero del suyo (yo no entiendo eso, pero si él lo dice), el de él, no el mío, pues, me estoy enredando, sin querer, queriendo. Él me dio un guion y con él, según él, varga el enredo, me bastará. Para eso tendré el apoyo de sus marines… Unos muchachos bondadosos y querendones. Estos son, según me dijo María, la loca que, por cierto me tiene fastidiado, que son unos vergatarios. Matan mujeres, matan niños y violan a quien se le atraviesen, y ellos como si nada… ¿Qué le parecen?

—Me parece muy mal, Juan. Estas hablando de una invasión. Eso es algo serio. Tú país sería invadido para que tus pensamientos se hagan realidad. ¿Sabes lo que eso implica? Claro que no lo sabes porque estoy seguro de que si lo supieras, no pensarás en ello. Me parece una locura. ¿Has pensado en cómo quedará tu país, después que la invadan?

—No sé, no sé… Pero el catire me ha dicho que él lo que quiere es el petroleó. Se lo daré, para eso tenemos bastante. Tal vez, quiera también el oro, se lo daré para eso tenemos bastante. Y si quiere que se lleve el coltan, los diamantes, el gas, que se lleve el oxígeno, si quiere.

—¿Y la patria, Juan… La patria que es un legado de tus antepasados guerreros, ¿Cómo quedará?

—El catire, me ha dicho que ellos se llevaran todo, todito, menos la patria, porque esa cosa, se lo dejaran a mis enemigos para que se la coman con arroz chino, antes de que se mueran.

—¿Y tú con que te vas a quedar? ¿Tu familia, tus hijos, conque se van a quedar?

—No he tenido tiempo de pensar en eso. He estado muy ocupado. Todos quieren hablar conmigo. Entrevistas, llamadas telefónicas, etcétera. Eso de ser poderoso es chévere. Sólo pienso en el día en que me siente, de verdad, verdad, en el sillón presidencial, y desde allí, desde mi palacio, dirigirme al pueblo y decirles cosas como está: "Amado pueblo se acabó el pan de piquito. Esos degenerados ya se han ido, unos. Otros están presos, y seguirán presos hasta que yo me autoproclame rey… Eso también lo estoy pensando. A mi país le hace falta un rey. Desde España he recibido un ofrecimiento magistral: me asesorarán casi gratis. Sólo me piden un pedazo de la faja petrolífera, pero no sé si el catire lo aceptará… Pueblo, amado y querido, no tenemos nada. Todo se perdió. Mis amigos, los marines, acabaran con todo. Pero nos dejaran picos y palas para reconstruir lo que podamos reconstruir. Pero como dijo el sabio Salomón, para un buen gusto un buen susto, perdón eso como que lo dijo otro, pero que le caiga a Salomón, no está mal.

El anciano se quedó pensativo unos instantes. "Este muchacho, Juan, el ignorante, está en peligro. Su vida no vale mucho, si sigue dejando que los demás piensen por él. Al final, hará lo que otros quieren que haga: una barbaridad".

—Mire, Juan, estoy cansado. Debo ir a tomarme mis pastillas y a descansar un poco. Pero debo decirle, como despedida, lo siguiente: Si vas a plantar para días, planta flores. Si vas a plantar para años, planta árboles, y si vas a plantar para la eternidad, planta ideas.

Y Juan, sin titubeo, respondió:

—¿Qué es eso, anciano? Yo lo único que se plantar, son las plantas de mis pies, sin embargo, pensaré en plantar piedras, señor. Pero eso de plantar ideas, olvídese.

—¿Por qué, Juan?

—Porque yo no tengo ideas.




 



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Teófilo Santaella

Periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la Isla del Burro, en la década de los 60.

 teofilo_santaella@yahoo.com

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