Reflexiones borrachas

Zona caliente

Hace poco soñé que me había muerto. Mi último pedimento había sido que me incineraran vestido con mi uniforme militar y una biografía de Albert Einstein. Mi familia me hizo caso. Me prepararon el escenario tal como yo lo habia pedido. Fue así que después de una larga espera en una cola al estilo del "fallecido" Abasto Bicentenario, en sus mejores tiempos, me llegó la hora. Colocaron mi ataud de madera barata sobre una banda transportadora. Pero un corte de energía intencionado o no, retardó la operación. Otra espera. Otra angustia. Por fin la banda comenzó a moverse poco a poco. En la medida en que avanzaba hacia el horno mi cuerpo iba sintiento calor, calor y más calor. Llegó el momento en que el calor era insoportable. Mi humanidad no pudo aguantar. Y de pronto me desperté sobresaltado. Oí las llamas llorar y senti el calor. Mi hogar se estaba quemando. Esa era la verdad. Me incorporé y fui en la búsqueda del telefóno. No tenía tono. No me quedó otro remedio que esperar, a pesar del apremio. Por fin, un funcionario del Cuerpo de Bomberos me respondió, desganado y sonnoliento, que el único carro-bomba que tenían estaba varado por falta de cauchos. Me recomendó usar tobos. Corrí al lavadero y abrí el grifo y caí para atrás como Condorito: no había agua. Volé hacia la puerta. La abrí y grité. Mis gritos se ahogaron en la nada. Pedí auxilio, pero nadie me oyó. Mis vecinos habían abandonado al edificio, despavoridos, ya que habían anunciado por la radio que en un supermecado cercano vendían caraotas negras ya listas para comer. Caraotas traídas de china. Pero que carajo eran caraotas. Caraotas parecidas a las nuestras. Resultó ser una información falsa. No había supermecado. No habían caraotas y no había gente. Se había ido. Fue cuando tomé la decisión de yo tambiérn irme. Volví al ataud dispuesto a quemarme en las pailas del infierno, sin chistar.

El espanto

Desde hacía tiempo corría un rumor acerca de un espanto que asustaba al más pintado, en aquella comunidad rural. Un buen día me llené de valor desde la cabeza hasta los pies. Tomé un liniero de cuatro canales y me aventé hacia el bosque cercano en la búsqueda de aquel espanto inoportuno y molestoso. Las horas pasaron sin novedad. Así, como si nada, despilfarré mi tiempo hasta que la madrugada me agarró por un brazo y me hizo regresar a mi casa. Tomé tres sorbos de agua y me dirigí al cuarto. Me desvestí y me acosté al lado de mi mujer. Pero sentí algo raro. Mi lugar estaba tibio. Cosa rara, ¿no? Así, y todo busqué el sueño. Pero no no llegó tan rápido. Pase un sinfin de tiempo pensando y pensando. Dándole vuelta y vuelta al asunto del espanto. El sueño se habia espantado. Y pensé si no sería que el espanto había estado allí, en mi lugar... Todo era posible en la dimensión desconocida.

La lágrima rebelde

Yo era un rebelde, desde siempre. Pero nunca pensé que podía tener en mis ojos una lágrima rebelde. Sin embargo, era cierto. O por lo menos los hechos así lo demostraban. Resulta que había veces yo sentía ganas de llorar. Tal y como lloran los hombres, y ella (la lágrima) se oponía a salir. Se asomaba. Simplemente se asomaba, y se volvía a esconder. En efecto, me imaginaba un caudal de lágrimas corriendo desesperadas como un río, por los riscos deformes, producto de la caprichosa geografía del terreno agreste y rebelde también, buscando al mar. Pura imaginación, señores, asi de simple. La lágrima rebelde se atascaba a la hora de salir, a pesar de que mis ojos estaban abiertos ciento por ciento, de par en par, pues. Nunca supe de donde había sacado la lágrima esa rebeldía. Mientras yo quería llorar, ella no ocultaba su miedo al insondable precipicio del mundo de los hombres, donde están presos de ellos mismos. ¿Qué cosa, no? Razón tuvo la lágrima en no querer salir de su escondite. Ahora lo pienso.

La queja de un chavista

La queja es una herramienta de defensa contra las cosas que nos molestan, sean producto de la realidad o de la ficción. La queja es usada por los oposcionistas o por los chavistas. Y como dice el filósofo de mi pueblo: queja es queja, compadre. Sea inducida o no. Yo conocí a un chavista que aguantaba y aguantaba. Reprimía su ganas de quejarse para no darle cuerda al "enemigo". Pero un día estalló: "Compadre, no sé que hacer. Se lo juro. El dinerito de la pensión no me alcanza ni para pagar un taxi de ida y vuelta, por lo lejos donde vivo (Por cierto, me saqué un bono, y, como aparecio, así desapareció. Se lo llevó una brisa). Y después, compadrito, me metó en una cola más larga que mis penas. Y casi muero a las puertas del banco. He rebajado 10 kilos y voy palo abajo de aguantar tanta hambre. Mi mujer se está volviendo loca. Ella se echa la culpa por no poder llevar un poquito nada más, de los alimentos para el sustento. Ya no sé de quien es la culpa de esta vaina. Mejor dicho, mis dudas se están muriendo también de hambre. Y viene más. Mi compadre Jacinto, el de la bodega, me dijo que el señor Trump ahora la cogió con el Petro. Por algo será. Pero la verdad es que no dejan trabajar al presidente, para que acomode esta vaina. Nos quieren afixiar para luego cogerse todo. El petroleo y el descomunal asiento de oro. Hasta en Carabobo salió una mina. Carajo, compadre, que vaina tan grande se echó Maduro el día que Chávez lo designó su sustituto. Pero tenemos que estar al lado de él. Mientras más hambre, más dignidad. Compadre, perdóneme, pero necesitaba quejarme ante alguien, como usted... Ah, caracha, se me olvidaba. Tengo familia en México, en los Estados Unidos, y otras partes del mundo, pero ¿sabe qué?, compadre, yo no me voy de mi país. Aquí nací y aquí moriré".

Teófilo Santaella: periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la isla del Burro en la década de los 60.



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Teófilo Santaella

Periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la Isla del Burro, en la década de los 60.

 teofilo_santaella@yahoo.com

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