Una cuestión de confianza

En el año 2005, la derecha venezolana boicoteó las elecciones parlamentarias. Con apenas un 25% de participación, los 167 escaños de la Asamblea Nacional fueron ocupados por representantes chavistas. La derecha clamó contra la legitimidad de esos comicios, dada la elevada abstención –aunque la abstención hubiera sido provocada por su boicot-. Pero lo cierto es que la Asamblea monocolor funcionó durante cinco años y buena parte del corpus legislativo de Venezuela emanó de aquel periodo.

Doce años después, el boicot opositor se repitió, aunque esta vez con deserciones de no pocos candidatos y partidos que consideraban que era una decisión errónea. El precedente de 2005 y los resultados de las elecciones municipales de este domingo permiten aventurar que la estrategia de la derecha ha vuelto a ser completamente fallida. El chavismo ha ganado en más de 300 municipios de los 335 que componen el país, frente a los 240 que obtuvo hace cuatro años. La derecha tan sólo controlará 35 alcaldías, dejándose casi dos tercios de las que tenía en su poder.

Pero la derrota es más devastadora si cabe por cuanto rompe la tendencia según la cual la oposición se hacía fuerte en las grandes ciudades y el chavismo se refugiaba en el mundo rural. Los candidatos bolivarianos se alzaron con el triunfo en los principales núcleos urbanos, incluyendo las cinco ciudades más pobladas: Caracas –técnicamente, el municipio Libertador, dada la peculiar división administrativa de la capital-, Maracaibo, Valencia, Barquisimeto y Maracay. Además, conquistó la Gobernación del estado del Zulia, cuyas elecciones se repitieron, toda vez que el gobernador electo en el pasado mes de octubre se negó a juramentar su cargo ante la Asamblea Nacional Constituyente por considerarla ilegítima. Cabe recordar que el Zulia es una de las regiones más importantes del país, tanto por ser la más poblada como por su carácter fronterizo y por ser una de las mayores reservas petroleras del mundo. Con este triunfo, el chavismo gobierna en 19 de los 23 estados.

A la derecha le va a costar esgrimir el argumento de la baja participación para deslegitimar los resultados. En primer lugar, porque no fue tan reducida: un 47%, 22 puntos más que en aquel primigenio boicot parlamentario de 2005. Si entonces la fuerza de los hechos se impuso y el parlamento actuó con diputados exclusivamente chavistas durante toda una legislatura, con más razón ahora, cuando la participación ha sido casi del doble.

De hecho, una participación en torno al 50% es usual en muchos procesos electorales sin que se ponga en duda su validez. Juan Manuel Santos fue elegido presidente de Colombia con un 47%. Hace unos veinte días, la participación del electorado en la primera vuelta de las presidenciales chilenas fue incluso menor que la de Venezuela, con un 46%. Sin abandonar Chile, sus alcaldes y alcaldesas fueron elegidos en 2016 con un 35% de participación. Y en Estados Unidos las cifras son aún más bajas. Hace escasamente un mes, tan sólo un 24% de electores acudió a las urnas para elegir al alcalde de Nueva York.

El ciclo de oportunidad que se le abrió a la derecha con su victoria en las legislativas de 2015 parece haberse cerrado. Demasiados errores jalonan su camino, desde los boicots a medias hasta las tácticas de desestabilización callejera –y su reguero de muertes- que terminaron por volverse en su contra, a juzgar por los resultados de estas elecciones y de las regionales del pasado mes de octubre. Pero su principal falla estuvo en no dar respuesta a una población que le pedía que trabajara para solucionar la gravísima crisis económica. Aquel lema con el que concurrió hace dos años –"La última cola que tendrás que hacer", en referencia a la cola para ir a votar, después de la cual, tras un triunfo opositor, se acabarían las colas para adquirir productos básicos- no se cumplió. Millones de votos prestados, apoyos de aluvión, se difuminaron.

En cualquier caso, lo realmente importante llega el próximo año: las elecciones presidenciales. Los analistas más lúcidos han sostenido siempre que el auténtico poder se dirimirá en unos comicios presidenciales, no por los resultados de unas elecciones menores ni por golpes de Estado o algaradas de calle. Nada hay en Venezuela, país ultra presidencialista por excelencia, como la elección del jefe de Estado. Nada se le puede comparar, ni en pasión, ni en tensión, ni en movilización…

La derecha entra en 2018 con muchos problemas. No tiene un liderazgo claro ni una estrategia coherente. Pero lo peor es que ya es indisimulable que su división no procede de las distintas visiones para asaltar el poder, como repite hasta el hartazgo su formidable batería mediática nacional e internacional, tratando de convencer a la opinión pública de que la desunión es entre quienes optan por las elecciones y quienes apuestan por las movilizaciones. En realidad, la división obedece a la lucha interna por el poder. La frágil alianza opositora no es más que la suma de intereses contrapuestos unidos tan sólo por el objetivo común de derrocar al Gobierno.

A pesar de la debacle opositora, el chavismo no puede dar por ganadas las elecciones presidenciales. En 2018, el país entrará en el quinto año de una crisis durísima que está provocando un enorme daño social. La grave situación económica ha ocasionado una extrema volatilidad en buena parte del electorado, al que ya ninguno de los bandos puede reclamar como suyo. Esta franja votante decisoria dará su apoyo a aquella candidatura presidencial que crea que pueda enmendar la economía, sin importarle cuáles son las causas de la crisis o quiénes los culpables, ni mucho menos temas que se alejen de la economía. Tan sólo demanda resultados y se guiará por su percepción de quién puede ofrecerle soluciones. En 2018, más que nunca, las elecciones serán una cuestión de confianza.

Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica



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Alejandro Fierro


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