La leyenda blanca de la conquista española

De la *leyenda negra* tejida sobre la conquista española ya casi no se comenta nada; tal vez porque ese calificativo aún lleva una expresa sobrecarga de racismo no menos español al que la demagogia y los excesos populistas modernos recomiendan suavizar de alguna manera.

A tal punto se exacerbó peyorativa e interesadamente la connotación del color de la piel africana, de cara a esconder la iniquidad y diabólica masacre que practicaron los españoles de esa época colombina con los indígenas de la costa atlanticooriental, cazados e invadidos, que hoy debemos seguir cuidándonos cuando aludamos al pictórico e importantísimo color negro de ese grupo de seres humanos, quienes están muy posiblemente dotados *per se* de todas y hasta mejores cualidades étnicas de cuanto blanco, amarillo, rojo, gris o variopinto matiz de melanina haya engendrado la caprichosa naturaleza, es decir producido de manera aún inexplicablemente extrahumana. En este sentido, naturaleza pareciera aludir a fuerzas divinas y/o esotéricas.

Efectivamente, decir negrura es una invitación formulada por el racista y explotador de turno para hacer entender lo contrario a claridad, y esta última palabrita metafóricamente indica blancura, acierto, corrección, bondad, y demás calificativos que eulaliamente se encargan se ponderar a los habitantes de los imperios occidentalistas tanto originarios, como los griegos, árabes, persas, chinos, ingleses, romanos, holandeses gringos, como los derivados y asentados en el Norte de América. No conocemos aún los detalles ni síntesis de algún Imperio *negro* ni *negroide*. Y de los varaderos y positivos valores humanos e industriosidad de los Imperios precolombinos americanos es muy poco lo que los blancos cuentan por escrito.

Pero esa *leyenda blanca* escrita por blancos y blancoides no es precisamente la más negra de las leyendas que hoy por hoy podríamos escribir cuando observamos la herencia española que parece privar en los ciudadanos de estas tierras americanas de parlamento español, a pesar de todo el hibridaje moro y grecorromano que por conducto de los invasores y conquistadores recibimos.

Así, negramente hablando, observamos que, por ejemplo, entre las más destacadas y aplaudidas cualidades de los criollos venezolanos está la arcana picardía española, la truculencia a flor de piel, su histrionía barata para hacer de las desgracias ajenas o propias un risible y aspaventoso chiste, y cosas así.

Con las rigurosas y estadísticas excepciones del caso, a tal punto es celebrada la pasividad e indiferencia criolla para pesar justamente los valores más importantes de su vida, de su entorno, su país y el mundo que habitamos, que ha hecho del *imparabolismo social *(orgullosa indiferencia rayana en sordera y ceguera) un recurso para salirle al frente a su notoria incapacidad técnica y sumisa conducta frente al inicuo patrono, al corrupto reincidente, al demagogo de turno.

Otra clara manifestación de la leyenda blanca graficable, audible y legible es la productividad laboral del latinoamericano. Es un hecho medible en términos económicos la baja productividad media del trabajador criollo, que pudiera perfectamente corresponderse con la pésima productividad tecnocientífica e irresponsabilidad de sus ancestros peninsulares y nacidos en tierra firme, personas que se caracterizaron por su infatuado y aristocrático parasitismo, su desamor y desorganización laboral, por sus mentiras consuetudinarias enviadas a las autoridades reales de entonces, por su vivianería contabilística para escamotear impuestos y regalías de una Corona, que si bien no los merecía de hecho, de derecho debían ser honrados como súbditos que lo fueron.

En los actuales momentos, cuando se ha destapado en América del Sur y al sur de EE UU la euforia del *industrialismo rezagado* o de segunda mano, observamos con preocupación la pobreza gerencial de quienes fungen de empresarios criollos, ya que han trasladado a sus centros de producción y mercadeo todas las triquiñuelas, las pillerías y picardías que hereditariamente los caracteriza como ciudadanos depositarios de semejante picaresca raigambre que está recogiendo la historiografía contemporánea, y que damos en llamar leyenda blanca de los blancos y chistosos descendientes del manchego Quijote.

Así, todavía los farmacéuticos venezolanos se ven obligados a contar una por una las pastillas, cápsulas, blisteres y afines de sus pedidos a los laboratorios correspondientes, porque si prescinden de este control de *calidad cuantitativa* se los *llevan en los cachos*; es así cómo observamos una industria del plástico que nos ofrece vasitos para café caliente de grosores submilimétricos capaces de quemarnos en vivo; que ofrece armarios metálicos cuyos bordes son verdaderas e *inmuebles* armas blancas, y cómo tenemos unas industrias gaseosa, tabacalera y licorera que ven en la reducción de una micra del contenido de sus productos una hazaña ingenieril de meritoria y especial remuneración, y prácticas realizadas así para economizar astutamente la mano de obra contadora, limadora, etc. Pero, además, con una gerencia industrial que ve en todo ese género de pillerías comerciales una forma adicional de ganar más, y de salirse con la suya por el sólo hecho de ser muy *viva* para la truculencia.

Es así cómo los empresarios beneficiarios del Estado venezolano, a veces muy irresponsablemente dadivoso, terminan embolsillándose todo el crédito blandamente recibido, decláranse en fraudulenta e impune quiebra técnica, y hasta tienen el tupé de solicitar un refinanciamiento en serie para mantener activos a sus acomodaticios y no menos vivianes obreros, desde los encorbatados hasta los desarrapados y malolientes obreros de sus insalubres plantas industriales; con las honrosas excepciones del caso, claro está.

La cuestionable productividad del venezolano de las empresas privadas y del correspondiente aparato burocrático es actualmente la verdadera leyenda blanca que podemos endilgarle a esos conquistadores que desde siglos atrás depositaron aquí un personal sin mayores exigencias curriculares, quienes se destacaron más bien por su pillaje e indiferencia social frente a la cosa pública, frente a los indígenas de estas tierras, suerte e recolectores y buscadores de oro, de cuyos aportes culturales y morales jamás podrán jactarse en materia de organización o de alguna prosperable y sostenible industriosidad.

Porque sólo cuando reconozcamos las verdaderas características de esa blanca herencia, libre de alienaciones y discursos demagógicamente adulteradores de la verdad, entonces empezaremos a pisar tierra firme y, quizás, a emprender la necesaria industria que hasta ahora sólo ha servido para enriquecer a terceros y empobrecer nuestras ya menguadas arcas públicas y consumir nuestra potencial mano de obra aún poco chapada para la gran industria por causa de la leyenda blanca de la conquista española.


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Manuel C. Martínez M.


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