Ni profesionales ni intelectuales, ni técnicos, ni ricos ni pobres, sólo asalariados y explotadores

La confusión interesadamente divulgada por los medios a lo largo de su evolución tecnológica, desde el volante o libro impreso mecánicamente hasta los modernos procesadores electrónicos e Internet, entre explotadores industriales o patronos, y ricos, al lado de la confusión existente entre asalariados y pobres ha corrido aparejadamente con la confusión no menos reinante entre intelectuales, técnicos, obreros, empleados, artistas, etc. y trabajadores del sistema imperante.

Las empresas privadas y las oficinas burocráticas por defecto y sin ningún análisis nuevo discriminan sus nóminas entre asalariados, de flux y corbata, y asalariados de grasientas bragas, entre oficinistas empleados y obreros, como si unos trabajaran y otros no, como si todos ellos perdieran su condición económica de asalariados que devengan diferentes remuneraciones para adoptar la simple condición técnica que a aquellas determina; los discriminan como simples servidores públicos de corbata y flux, de *quinces y últimos*, y servidores de todos los viernes.

Y hay más: A los artistas o trabajadores de las Bellas Artes se les ubica en los elevados y hasta divinizados peldaños de la excepcionalidad humana; con estos resulta por demás ofensivo llamarlos obreros, aunque los gobernantes medievales los consideraban sus simples sirvientes, y el connotado Aristóteles, consejero aristocrático, aunque paradójicamente, esclavizado él mismo de uno de los más eficaces avasalladores de la antigüedad, más atrás todavía, llegó a rebajar a los obreros de su época, a sus compañeros de clase, a la condición de vulgares animales parlantes.

Toda esa trama nominativa y clasificatoria de los asalariados del presente régimen, capitalista, sólo ha buscado evadir la existencia de las clases sociales, particularmente desde que hizo su aparición el más rebelde de los trabajadores del siglo XIX: Carlos Marx, primer escritor y científico que por entonces pudo autopsicoanalizarse, y comprender su verdadera condición económica. Lo hizo cuando admitió públicamente y por escrito que lamentablemente debía *vivir para trabajar*, porque en la *industriosa* y victoriana Inglaterra que lo hospedó los trabajadores no podían *trabajar para vivir*, salvo las contadas excepciones de los intelectuales rebeldes como Wolfgang Mózart, o como él mismo so pena de quedar reducido a las penurias del caso.

En estos tiempos supuestamente revolucionarios se debería ir corrigiendo toda esa farsa taxonómica que pretende convertir a un intelectual y al técnico en algo más que obreros de alta preparación tecnocientífica; al artista, en algo más que un trabajador de vocación definida y hasta abnegada; al rico, en una persona diligentemente acumulador de riquezas no creadas por sí mismo, y al pobre, en un subdotado de facultades laboriosas.

Se esconde así a los ojos del asalariado, enceguecido por el mismo sistema, que sobre el piso de este (por favor: desechar el término *modelo*) sólo existen _asalariados_, que es un arcano sinónimo de explotados, y _capitalistas_ o patronos industriales burgueses, dentro de los cuales los hay unos más ricos que otros, o menos pobres que otros, así como entre los asalariados hallamos unos mejor o peor remunerados que sus compañeritos de clase.




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Manuel C. Martínez M


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